Economía y Sociedad № 104
Julio - Septiembre 2020
Walt Whitman:
Vida y aventuras de Jack Engle
Por Rafael Narbona, escritor y crítico literario (El Cultural, 21.4.17; Extracto)
¿Poeta de una nación o poeta de vagabundos? Se ha dicho que Whitman (Nueva York, 1819-Nueva Jersey, 1892) era un “vagabundo semidivino” (Borges), un magnífico haragán, un periodista hostigado por el fracaso, un cajista negligente, un maestro sin vocación, un borracho de buen corazón, un libertino. Nada de eso le impidió convertirse en el poeta de la democracia americana, la voz profunda de la América liberal e inconformista. “Hojas de hierba” (Leaves of Grass) es la Ilíada del Nuevo Mundo, la Divina Comedia del joven e insolente continente, el Quijote de un país que aún sueña con la última frontera.
Hasta hace poco, solo se atribuía una novela a Whitman, “Franklin Evans, el borracho”. El hallazgo de una nueva y breve novela, “Vida y aventuras de Jack Engle”, publicada por entregas en 1852 en The Sunday Dispach amplía nuestro conocimiento de su autor. Desde la primera página, se aprecia la voluntad de imitar a Dickens, narrando las aventuras y desventuras de un joven aprendiz de abogado que ignora acontecimientos esenciales de su pasado.
Jack Engle sufre una orfandad temprana, convirtiéndose en un muchacho desamparado que vagabundea por los suburbios. El encuentro con un respetable y compasivo lechero le salva de unas calles donde solo prosperan la violencia, el abuso y el chantaje. Durante un tiempo trabajará para Covert, un auténtico villano que ejerce la abogacía para enriquecerse, empleando toda clase de artimañas para despojar a sus víctimas de sus bienes. Engle descubrirá que la corrupción no es una epidemia de los bajos fondos, sino un vicio que circula por todas las capas de la sociedad. Su desengaño no desembocará en un escepticismo trágico, sino en un vitalismo invencible. Los vicios del ser humano no pueden menoscabar los afectos más nobles, como el amor o la amistad.
¿Merece la pena leer “Vida y aventuras de Jack Engle”? Sin duda, pero no por su trama -algo rudimentaria y precipitada-, sino por la vibrante humanidad de Walt Whitman, que resplandece en cada página.
El genio de Whitman brilla especialmente en su visión de Nueva York, por entonces un laberinto de callejuelas umbrías, con algunas mansiones victorianas e infinidad de chamizos levantados sobre el barro. Las canciones que se escuchan en sus esquinas, a veces toscas y grotescas melodías, alivian momentáneamente el desaliento inherente a la pobreza: “Qué extraño encanto hay en la voz humana, que aventaja a todos los instrumentos a la hora de causar ciertos efectos”. Nueva York puede despertar la melancolía, pero no el tedio: “Me gustaba vivir en la gloriosa Nueva York, donde, si hay alguien inactivo que no sabe en qué entretenerse debe ser por culpa suya”.
Los últimos capítulos de Jack Engle son memorables. En uno, se describe el cementerio de Nueva York. Después de leer los epitafios de algunas tumbas, Engle comenta entusiasmado: “He llegado a una nación de hombres libres que ha superado todo lo que se conocía en cuanto a felicidad, buen gobierno y auténtica grandeza”.
El temperamento dionisíaco de Whitman se manifiesta con un feliz desenlace que repara todas las injusticias. Su inesperada novela afianza la imagen de un poeta que concibió a América como una “Tierra Libre”, donde la ambición y el coraje pueden sortear cualquier obstáculo.
¿Poeta nacional o poeta de vagabundos? Cuando, a finales de 1855, Whitman se acercó al hotel Astor, no lo dejaron pasar por su aspecto bohemio, más propio de un mendigo que de un caballero. No es una anécdota banal, sino la prueba de que Whitman fue el poeta de una nación de vagabundos. Los derrotados descansan sobre su alma de infinito y su “arpa labrada de un roble añejo” (Rubén Darío).
Jack Engle encarna el espíritu de una civilización que manchó su alma con los peores pecados, pero que se redimió con la gloria de sus poetas, el carácter temerario de sus sueños y su inquebrantable amor a la libertad.