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Veinte años en París

Por Bernardino Piñera, Arzobispo Emérito de La Serena (Extracto del memorándum de Bernardino Piñera titulado “La Familia Piñera Carvallo en París” del 22 de septiembre de 2011)

Mis padres, José Manuel Piñera Figueroa y Elena Carvallo Castillo, se casaron en Chile en marzo de 1912 en la Capilla de las Hermanitas de los Pobres en Valparaíso. El tenía 43 y ella 28 años.

 

El sueño de mi padre era educar a sus hijos en París. Luego de ahorrar lo suficiente para cumplir esa meta, se embarcaron hacia Europa en marzo de 1913 en el “Principessa Mafalda” y vivieron 20 años en París (1913-1932).

 

Mi hermana Marie Louise nació en Valparaíso (1912) y mi hermana Paulette nació  en una clínica de Auteuil (1914). Yo nací en 1915, en el departamento que ocupábamos entonces, 16 Rue des Saussaies. Pronto mi familia se trasladó a la Rue Miromesnil, a dos cuadras apenas.

 

La Rue des Saussaies y la Rue de Miromesnil forman un ángulo agudo que encierra el Ministerio del Interior, con su hermosa reja que da a la Place Beauvau. La calle Miromesnil, una de las calles largas de París, parte desde la Plaza Beauvau hacia el norte. Nuestro departamento en la Rue de Miromesnil era el número 2, en el cuarto piso. Se subía por una escalera circular. En cada piso había un solo departamento. Allí nació, en 1917, mi hermano José.

 

¿Cómo transcurría la vida en ese departamento de 2 Rue de Miromesnil? Con sencillez, con cariño y en paz.

 

Fue nuestro nido, nuestra cuna, nuestra primera escuela. De allí salimos lo que somos.

 

Nuestros padres

 

Mi padre era callado, tranquilo, laborioso, esforzado. Todas las mañanas iba al Barrio Latino, donde estaban -y están todavía- las casas editoriales y las grandes librerías: Hachette, Gallimard, Plon-Nourrit, Calmann-Lévy, etc. Allí cumplía sus obligaciones: seleccionar y enviar libros a la Biblioteca Nacional y a otros centros académicos chilenos.

 

Mi papá tenía, desde niño, una buena cultura literaria española y chilena, adquirida en el Seminario y en el Liceo de La Serena. Muy pronto le agregó una vasta cultura literaria francesa. Profundizó en los clásicos -especialmente Pascal, de quien era muy devoto-, pero sobre todo siguió muy de cerca el desarrollo de la literatura francesa de su tiempo: Proust, Gide, Valéry, Claudel eran su mundo. Poco a poco, fue formando su biblioteca de bibliófilo. Sin descuidar las ediciones raras, “numérotées”, en papeles finos que le encantaban. Mr. Juser y Mr. Klein se encargaban de empastar sus libros en cuero rojo o beige con la prolijidad de artesanos medievales.

 

Mi papá, en París, se sentía en su ambiente. Pero no olvidaba Chile. Y en Chile había un lugar al que iba todo su cariño y su recuerdo: La Serena. Su voz se quebraba de emoción cuando recordaba la ciudad tranquila, más orientada entonces al río Elqui que al mar; la casa de familia, su infancia, el Seminario, el Liceo, su partida a Santiago a estudiar leyes, y esos años compartidos entre el derecho y la historia.

 

Nos hablaba de la guerra del 91, en que fue herido en Placilla o en Concón; de su partida a Iquique, donde trabajó tesoneramente en el sector salitrero durante veinte años; de sus esfuerzos por arreglar la situación económica de su madre, de sus tías y de sus hermanas, que a la muerte de su padre habían quedado pobres y desamparadas; de su regreso a Santiago hacia 1911, su matrimonio y, por fin, la realización del sueño tantos años anhelado: llegar a París, a la ciudad de la inteligencia y de la cultura.

 

Pero, una y otra vez, volvía su recuerdo a la casa de La Serena. Alguna vez afloraban recuerdos íntimos. Ángela Vicuña parece haber sido el gran amor de su juventud. A veces le preguntábamos, a boca de jarro: “Papá, ¿cómo era Ángela Vicuña?” Mi papá se quedaba en suspenso. Un fugaz recuerdo hacía brillar sus pupilas. “¡Oh!”, exclamaba. Y ese “oh” se prolongaba algunos segundos. Mi mamá se apresuraba a cambiar de tema.

 

Cuarenta años después, recién nombrado obispo auxiliar de don Manuel Larraín en Talca, visitaba el convento de las carmelitas de esa ciudad. Tras la gruesa cortina del locutorio, todas hablaban a la vez. Yo percibí una vocecita muy débil, pero clara y persistente: “¿Y cómo está Pepe?” Pregunté quién era. Se identificó: era Ángela Vicuña, ya muy anciana, pero que recordaba, ella también, a su amor de juventud.

 

Mi mamá era muy diferente y se complementaban muy bien. Mi mamá era sencilla, llana, alegre y amena. Era sociable; le gustaba estar con sus amigas, pero antes que nada era hogareña. Su mundo era la casa, y no solo la atención de su marido y de sus hijos: le gustaba cocinar, coser, tejer, lavar y planchar. Sabía usar sus manos, que eran blancas, delgadas y con grandes venas azules.

 

José y yo jugábamos largas horas con nuestros soldados de plomo, de tiempos de Napoleón, reviviendo la epopeya imperial que leíamos en las memorias del general Marbot. Yo contaba la historia y José movía las piezas. ¡Solo Dios sabe cuántas batallas ganamos y perdimos, cuántas veces instalamos y levantamos el campamento!

 

Lo que más abundaba en mi casa eran los libros. Mi papá nos compraba cuanto libro para niños existiera, desde la Biblioteca Rosa -las obras de la Comtesse de Ségur- y la Biblioteca Verde -Julio Verne, entre otros- hasta ediciones de los clásicos para niños y atlas, enciclopedias y todo lo necesario para que llegáramos a ser niños cultos. Libros era lo que sobraba en la casa. Cuando llegaba el tiempo de salir de vacaciones, mi papá iba juntando libros para aprovechar los ocios veraniegos.

 

En casa, más que los cumpleaños o los santos, se celebraba la Navidad. Con días de anticipación se clausuraba la pieza en que iba a realizarse la fiesta, el comedor o el salón. De noche, mis padres disponían los regalos en medio de guirnaldas y luces. En la mañana de Navidad, entrábamos asombrados al ver tan maravilloso cambio, a buscar cada cual sus regalos.

 

Todas las fiestas se acompañaban de la recitación de poesías. Mi papá tenía buena voz, buen oído y una fina cultura musical. Pero nunca nos enseñó a cantar, tal vez para no perder el tiempo al constatar las escasas aptitudes artísticas de sus hijos. En cambio, nos enseñó a recitar poesía: Lamartine, Baudelaire, Béranger, Ronsard fueron algunos de los poetas con que ejercitábamos la paciencia de las visitas ocasionales. Así nos íbamos familiarizando con la belleza literaria y entrenando la memoria. Todavía, en ratos de ocio, me vuelven a la memoria los versos de la infancia: “Quand vous serez bien vieille, au soir, à la chandelle…”

 

Como tampoco olvido la voz de mi madre diciendo la oración del Mes de María: “¡Oh María! Durante el bello mes que os está consagrado…”. Era nuestra liturgia familiar. El Viernes Santo era mi papá el que oficiaba. Nos llamaba a su escritorio, sacaba un viejo devocionario que había sido de su padre y de su abuelo, nos hacía leer un trozo del evangelio de la Pasión y nos despedía diciéndonos: “¡Pórtense bien! Y no metan ruido: ¡hoy es Viernes Santo!”.

 

Nuestra educación

 

Mi papá era un apasionado por la cultura. Y París le parecía ser la cumbre de la cultura universal. Que sus hijos pudieran tener el privilegio de educarse en París fue el principal motivo por el cual alargó su estadía en el viejo continente.

 

Mi papá tenía una formación cristiana muy profunda por su familia, especialmente por el lado de su padre, don Bernardino, y de su abuelo, don José Piñera Lombera, el fundador de la familia Piñera en Chile.

 

Mi mamá quería para sus hijos una educación católica, como la había recibido ella en las religiosas de los Sagrados Corazones de Valparaíso. Mi papá hubiera querido que mis hermanas entraran al liceo laico Victor Duruy, cercano al Museo Rodin. Pero prevaleció mi mamá: mis hermanas estudiaron en el Instituto Normal Libre de la Madeleine, que era religioso. En cambio, José y yo fuimos alumnos del Lycée Janson de Sailly, laico también, de gran prestigio por sus estudios especialmente matemáticos- y que tenía una atención religiosa libre, pero de muy buen nivel.

 

El Lycée Janson de Sailly gozaba de gran prestigio. Se preparaba a los alumnos para “les grandes écoles”, o sea, Saint-Cyr, Polytechnique, Centrale, Ponts et Chaussées. Las escuelas militares y de ingenieros requerían dos años previos de matemáticas -“mathématiques spéciales”- para postular a ellas.

 

Llegar a ser profesor en Janson era para cualquier profesor secundario la culminación de su carrera. De hecho, muchos de mis profesores eran autores de los textos que usábamos en sus clases y gozaban de prestigio en los ambientes educativos.

 

Los estudios eran excelentes. La disciplina, estricta, sin excesiva severidad. Todo era ordenado y puntual. El ambiente era laico, pero respetuoso. El alumnado pertenecía a todas las clases sociales. Había niños ricos, judíos o protestantes muchos de ellos. Había también hijos de refugiados políticos o venidos de las colonias francesas. Pero éramos todos compañeros, y nadie se preocupaba de la religión o de la situación social de profesores o de alumnos.

El Instituto de la Madeleine era regentado por las Hijas del Corazón de María, fundadas por el padre de Clorivière durante la Revolución Francesa, por lo cual nunca usaron hábito. Predominaban en el Instituto niñas de la alta burguesía. El colegio era sobrio y digno; reflejaba el ambiente de la burguesía francesa de aquella época.

 

Varias veces, en el verano, mis padres contrataron alguna señorita inglesa au pair para que pudiéramos practicar el inglés. Eran estudiantes que, con tal de pasar un par de meses en Francia sin costo alguno, aceptaban compartir la vida de una familia y ayudar a los niños con el idioma inglés.

 

También se preocupó mi papá del alemán. Herr Bluem vino durante dos años, dos veces por semana, de cinco a siete, a enseñarnos su idioma. Aprendimos bastante. Él era un excelente profesor, lleno de vida. Esa iniciación al habla tedesca me sirvió muchísimo, años después, cuando empecé a viajar a Alemania y volví al idioma alemán.

 

Mi mamá no descuidaba la formación religiosa de sus hijos. Mi papá no intervenía directamente, pero apoyaba. Cuando mis hermanas hicieron su Primera Comunión en Saint Philippe du Roule, además de los trajes, los velos, los devocionarios y las fotos habituales, quiso mi papá que ellas nos regalaran, a José y a mí, sus hermanos menores, un pequeño misal empastado en cuero fino. En el mío, mi papá les hizo poner esta dedicatoria -en francés, por supuesto, pero yo la traduzco al castellano-: “He aquí tu breviario, Bernardino. Y si algún día llegas a ser el ‘señor cura’, que tu palabra sea dulce y ardiente como nos la hiciste oír, siendo niños.” ¿Señal premonitoria? Tal vez.

 

Nuestros viajes

 

Al acercarse las “grandes vacances” -o sea, desde el 14 de julio hasta el 1° de octubre-, mi papá partía a arrendar una casa en algún lugar de Francia o Europa que ayudara a nuestra formación y cultura.

 

Dos veces pasamos los meses de verano en Inglaterra. La primera vez fue en Lower Sydenham, al sur de Londres, en el 3 de Lawrie Park Road. La segunda vez, en el 9 de Fitz John’s Avenue, cerca de Swiss Cottage, en Hampstead, y después en un hotel en Lancaster Gate, al norte de Hyde Park. Visitamos todo lo que se puede visitar: Hampton Court, Kew Gardens, Windsor Palace, National Gallery. Mi papá no perdonaba ni un cuadro de museo ni una estatua de hombre ilustre.

 

En 1921 estuvimos en Alemania, en Baden-Baden -Hotel Baden-Baden y Hotel Schriemhof-; en Viena -Hotel Hammermann, en Lichtensteg Allee-; y finalmente en München. En 1923 arrendamos una casa en Beyris, entre Bayona y Biarritz.

 

En 1924 fuimos a Gérardmer, en los Vosgos. Muchos años después, estando en Friburgo, en Alemania, unos amigos me llevaron a Colmar a ver el famoso retablo de Matthias Grünewald. Les pedí que siguieran adelante y llegamos a Gérardmer. La capilla de la Trinité, en medio de un potrero donde íbamos a misa y que reconocí, estaba transformada en una bodega para pasto.

 

En 1925 estuvimos en Pontaillac, cerca de Royan. En 1926 fuimos a La Baule, al sur de Bretaña, no muy lejos de Nantes. En 1927 se eligió un clima de montaña. Estuvimos en Publier, un lugar entre Évian y Thonon, sobre el lago de Ginebra. De allí pasábamos a Suiza, a Lausana.

 

En 1928 volvimos al mar, pero esta vez al Mediterráneo, a Juan-les-Pins, cerca de Cannes. Cerca de allí, en Antibes, Golfe-Juan, desembarcó Napoleón, evadido de la isla de Elba, para reiniciar su conquista del poder. Visitamos otros lugares de la Côte d’Azur: Niza, Montecarlo. Desde allí mi papá nos llevó a conocer Avignon -ciudad de los papas-, Nimes y Arlés.

 

En 1929 estuvimos en Saint-Énogat, cerca de Dinard, en el norte de Bretaña, de nuevo en el Atlántico. Tuvimos la visita de monseñor Caro, obispo entonces de La Serena.

 

En 1932 fuimos nuevamente a Londres, esta vez a Hampstead. Viajes y estadías inolvidables: atravesar la Mancha, oír y hablar otro idioma, conocer otras monedas -el florín, la half crown, el shilling, el penny-. Todo era nuevo, todo era interesante. También, en algunos de mis muchos viajes a Inglaterra, he ido a visitar las casas en que vivimos en ambos lugares. Una, la de Hampstead, la encontré igual. En la otra, el paso del tiempo había borrado casi todos los recuerdos.

 

Para las vacaciones de Pascua de Resurrección -dos semanas- solíamos ir a algún lugar más cercano a París: Saint-Germain-en-Laye, Fontainebleau, Verneuil y los castillos del Loira, Fleurines, cerca de Senlis, y Versalles.

 

Unas pocas veces mi papá viajó por su cuenta. Su gran viaje solo fue a Italia. Le tocó el centenario de la muerte de San Francisco y estuvo en Asís. Volvió muy impresionado. Trajo muchos recuerdos. A mí me tocó un grabado, en sepia, del cuadro de Murillo en que Jesús, desde la cruz, abraza al Santo. Un angelito tiene abierto un libro en que se lee, en latín: “El que no renuncia a todo lo que posee no puede ser mi discípulo”. Lo tengo todavía encima de mi cama y me ayudó a tomar una decisión difícil.

 

Así fue como, en esos veinte años, logramos conocer París, Francia y buena parte de Europa: Francia, en muchos de sus lugares pintorescos; algo de Suiza, de Alemania, de Austria y de Inglaterra.

 

Y llegamos a Chile con dos idiomas maternos -el español y el francés-, un poco de alemán y bastante inglés. Todo eso nos ha servido mucho en la vida.

 

Justo es agregar a esos idiomas vernáculos el latín. Durante los seis años de enseñanza secundaria, este era el idioma del estudio principal, casi más que el francés. Traducíamos del latín al francés, primero libros de iniciación -el Epitome Historiae Graecae o el De Viris Illustribus- y luego los clásicos: Tito Livio, César, Cicerón, Horacio, Ovidio, Virgilio.

 

Con la gramática en mano y el grueso diccionario de Quicherat sobre la mesa, había que analizar el intrincado texto, reconstruir las frases, consultar en el diccionario las palabras desconocidas, observar sus formas verbales de acuerdo con las declinaciones y conjugaciones, y luego redactar la traducción, en la que el profesor señalaría con tinta roja infamante los “barbarismos” y los “solecismos” cometidos. Peor aún era traducir del francés al latín.

 

Ese pelear diariamente con los textos -esa gimnasia lingüística y gramatical- formaba la mente en el rigor, la exactitud y la lógica. A mí me ayudó también para estudiar otros idiomas.

Mi papá llegó a dominar el francés casi a la perfección. La pronunciación era buena, aunque el acento siempre delataba un poco el idioma materno. Mi mamá se desenvolvía en francés sin mayores exigencias: lo suficiente para darse a entender. Nosotros, los niños, fuimos perfectos bilingües: en casa hablábamos español con los padres y francés entre nosotros.

 

Mi papá no descuidaba nada para que aprovecháramos al máximo lo que para él era un gran privilegio: el poder educarnos en Europa, en París.

 

Y cuando ya las rentas no dieron para más, y hubo que pensar en la universidad, y la nostalgia de la patria se hizo más aguda, se decidió el retorno.

 

En noviembre de 1932 fue el gran viaje de regreso a Chile. Salimos de La Palisse, cerca de La Rochelle, en el “Reina del Pacífico”, para llegar a Valparaíso tres meses después, el 8 de diciembre.

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