Economía y Sociedad
16 de Octubre 2002
Libertador O'Higgins
Por José Piñera
La Historia nos demuestra que casi siempre los hombres que han realizado grandes obras también han cometido significativos errores. A veces esos errores han sido producto de las circunstancias dificilísimas en que les ha correspondido imprimir su huella. Otras veces la causa ha sido la incapacidad del "gran hombre" de prevenir, y sobretodo sancionar, abusos de poder de aquellos que eran sus camaradas y subordinados en el ejercicio del mando. Y, por supuesto, también está la debilidad humana, ese conflicto eterno entre el bien y el mal que se juega permanentemente al interior de cada alma humana.
Si bien el lugar histórico de un hombre de estado descansa en la calidad fundacional de su legado, su lugar en el corazón de los hombres depende de la grandeza que demuestren sus actos.
La abdicación de Bernardo O'Higgins,
Manuel Antonio Caro, 1875
El general George Washington es recordado en el alma de todo norteamericano no tanto por sus victorias en la guerra de independencia, sino por aquellos dos actos emblemáticos de renuncia del poder -primero como Comandante en Jefe del ejército victorioso y después como Presidente de la joven República- que llevaron a su archienemigo el rey Jorge III de Inglaterra a afirmar que si Washington realmente abandonaba el poder sería considerado "el hombre más grande del mundo".
Por cierto, abandonar el poder pacíficamente es un acto de grandeza. Pero también lo es pedir perdón por los errores cometidos. No por aquellos que son considerados errores por la moda o las conveniencias políticas del momento -eso es rendición y cobardía moral- sino por aquellos actos, y muchas veces por aquellas omisiones, que objetivamente han causado gran sufrimiento humano.
En nuestra Historia tenemos un ejemplo que jamás debemos olvidar. El Capital General Bernardo O'Higgins, el hombre que luchó con valor y persistencia por liberar a Chile de un dominio extranjero, y que fuera después aclamado como primer mandatario, entró con paso firme a la Historia como el Libertador de Chile en el siglo XIX sólo cuando tras defender de manera inequívoca su legado y su obra, tuvo el coraje, por las razones que fueran, de renunciar al mando, pedir perdón por "las lagrimas que he hecho derramar", e incluso partir a morir en el exilio.
Desde que en mi adolescencia comencé a conocer y amar apasionadamente a mi país, llevo grabado en mi alma este episodio ocurrido el 28 de enero de 1823 y que relata así el historiador Benjamín Vicuña Mackenna en su "Vida del Capitán General don Bernardo O'Higgins":
Nombrada la Junta y proclamada, O'Higgins extendió su renuncia, exponiendo en ella que se 'desprendía del mando supremo, porque creía que así convenía en esas circunstancias para que la patria adquiriese su tranquilidad'. Antes de retirarse quiso hacerse oír. Era la última vez que el pueblo debía escucharle. Estaba escrito en el libro del destino que había de morir en tierra extranjera, sin volver a ser saludado por una generación reconocida.
Siento dijo, no depositar esta insignia ante la asamblea nacional de quien últimamente la había recibido; siento retirarme sin haber consolidado las instituciones que había creído propias para el país, y que yo había jurado defender, pero llevo al menos el consuelo de dejar a Chile independiente de toda dominación extranjera, respetado en el extranjero, cubierto de gloria por sus hechos de armas. Doy gracias a la Divina Providencia que me ha elegido para instrumento de tales bienes y que me ha concedido la fortaleza de ánimo necesaria para resistir el inmenso peso que sobre mí han hecho gravitar las azarosas circunstancias en que he ejercitado el mando. Al presente soy un simple particular. Mientras he estado investido de la primera dignidad de la República, el respeto, si no a mi persona, al menos a ese alto empleo, debía haber impuesto silencio a vuestras quejas. Ahora podéis hablar sin inconvenientes; que se presenten mis acusadores. Quiero conocer los males que he causado, las lagrimas que he hecho derramar.
Acusadme. Si las desgracias que me echáis en rostro han sido, no el efecto preciso de la época en que me ha tocado ejercer la suma del poder, sino el desahogo de mis malas pasiones, esas desgracias no pueden purgarse sino con mi sangre. Tomad de mí la venganza que queráis, que no opondré resistencia. Aquí está mi pecho'.
O'Higgins abrió entonces violentamente su casaca y mostró su pecho como el blanco donde debían dirigirse los tiros de sus acusadores. El pueblo gritó instantáneamente: 'Nada tenemos contra el general O'Higgins: viva O'Higgins!", repitiendo estos vivas con fervor y entusiasmo por largo rato'.
O'Higgins se entristeció en vista de aquella demostración. El pueblo era generoso y justo. Nada quería contra el hombre que se había inclinado por su presencia, que había depuesto su amor propio, su ambición, en aras del bien público, y que se retiraba después de haber prestado a la Republica distinguidos y valiosos servicios.
Si O'Higgins no era ya Director Supremo, era siempre héroe. La abdicación misma realzaba en aquel momento su figura y le daba mayores proporciones para la posteridad. O'Higgins probaba que no era un ambicioso oscuro, sino un patriota, y que grande en la victoria y orgulloso en el poder, era sereno en la desgracia y magnánimo en la caída".