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Tribuna

Economía y Sociedad № 99
Abril - Junio 2019

Le debo mi vida a un masón

Por Raúl Hasbún, sacerdote

(La Tercera, 24.4.80; Extracto)

Yo le debo la vida a un masón. Y se la debo dos veces. A los catorce años una afección pulmonar me tuvo prácticamente desahuciado. Yo no lo sabía y nadie se atrevía a decírmelo. Por fin alguien se atrevió: un médico alto, corpulento, muy erguido. Sólo se agachaba para ver, oír, servir, salvar mejor a sus enfermos. Con franqueza me advirtió: “Joven, lo que usted tiene es muy grave. No le puedo asegurar que le salvaremos la vida. Pero si a usted le interesa vivir, ayúdenos y coopere”.

 

En ese tiempo acababa de descubrirse la estreptomicina: prácticamente la experimentaron conmigo. Me clavaban cuatro y hasta seis veces por día:  el brazo, el antebrazo, el muslo, el nido del tordo. Todo eso era necesario para salvarme la vida.

don Sótero del Río Gundián

Y mientras tanto ese médico vigilaba minuciosamente el curso del tratamiento. El venía a cualquier hora, postergando su sueño, su descanso, su vida familiar, sus vacaciones. Siempre franco, pero al mismo tiempo alentador. Incorruptiblemente fiel a su ética profesional y a su devoción –porque eso era- a los enfermos.  Y fue así como al año siguiente él podía darse la satisfacción de entregarme de nuevo a mis padres y devolverme a mi vida normal de colegio, perfectamente sano de cuerpo y de espíritu, nacido y hecho de nuevo.

 

Su ejemplo me dejó marcado. Cuando llegó la hora de elegir carrera, yo sólo quería ser como él:  inclinarme ante el doliente para servir y salvar. Claro que yo aspiraba a todavía más: a sanar al hombre entero, cuerpo y alma, y devolverlo a una vida que no termina nunca, ni siquiera con la muerte. Quise ser sacerdote.

 

La gran duda era si mi antigua afección pulmonar podía desaconsejar o impedir esa vocación. Sólo una persona podía despejar la incógnita: el doctor corpulento y erguido.  Acepté de mala gana recurrir a él.  Yo sabía que era masón y calculé que su diagnóstico recomendaría no arriesgar mi salud en una vida austera y rigurosa como la sacerdotal.

 

Recuerdo bien el momento en que me examinó. Yo estaba tenso, temeroso. De su laudo arbitral dependía mi vocación, que era el sueño y razón de mi vida.  Se dirigió a mi madre y le dijo: “Señora, su hijo está perfectamente sano y apto para la vida que él pretende. Mentiría si le dijera lo contrario. Y permítame decirlo algo más:  yo soy ateo, no creo en Dios, pero sí creo que cada hombre debe seguir su conciencia. No le ponga obstáculos a la vocación de su hijo”. Un testimonio insospechable, irredargüible. Por eso afirmo, con toda propiedad:  a ese médico masón yo le debo la vida. Y se la debo dos veces. Nunca más volvimos a encontrarnos.

 

El fue llamado a ocupar cargos a su altura. Lo hicieron Ministro de Estado. Y cuando la Orden masónica necesitó renovar sus cuadros directivos, no encontró a nadie que encarnara tan puramente como él sus postulados de respeto al templo del hombre y a la libertad de su espíritu. Lo nombraron Gran Maestro.

 

Yo, mientras tanto, cumplí mi sueño de ser sacerdote. Y muchas veces sentí que él y yo, militando en instituciones, en grupos humanos secularmente distanciados y contrapuestos, buscábamos, sin embargo, lo mismo:  construir templos. El construía el templo del hombre; y sobre ese templo humano yo construía el templo, la casa de Dios.

 

Hace casi exactamente once años él murió. Se presentó ante el juicio de Dios. Pero parece haber otros, aquí en la tierra, preocupados porque a ellos no parece interesarles que los distanciados se encuentren, los prejuiciados se entiendan, los intolerantes se acepten, los adversarios se reconcilien. Para ellos la historia transcurre en vano y pareciera que el odio debe eternizarse. Alguien trabaja activamente para que masones y católicos reanuden estériles querellas.   

 

Por respeto a la memoria venerada de don Sótero del Río Gundián, ex Gran Maestro de la Orden Masónica, y a Juan Pablo II, Maestro y Pastor Supremo de la Iglesia Católica, terminemos de raíz con esa necedad y dediquémonos a lo que se espera de nosotros:  construir el templo del hombre, templo de Dios.

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