La Tercera Declaración
Por Nile Gardiner, director del Thatcher Center for Freedom (National Review, 25.6.20; Extracto)
El 4 de julio de 1918, Winston Churchill dirigió un discurso a los norteamericanos que celebraban ese día su independencia de Gran Bretaña, señalando: “Nos alegramos que el amor a la libertad y a la justicia sobre el cual fue fundada la nación norteamericana haya, en este tiempo de tribulación, unido a toda la familia de habla inglesa en una hermandad armada contra el enemigo común”.
Churchill, por entonces ministro de Armamentos de Gran Bretaña, tenía buenas razones para estar agradecido de los Estados Unidos. Después de 4 años de una sangrienta Primera Guerra Mundial, 900.000 soldados británicos yacían muertos. El Reino Unido y sus aliados no veían la victoria en el horizonte. Los combatientes franceses estaban desmoralizados, los italianos estaban dispersos y el ejército ruso estaba colapsado. Hacía pocos meses que Churchill había advertido que la causa Aliada estaba en peligro. Hasta que, en el verano de 1918, los norteamericanos arribaron a Francia y cambiaron el curso de la guerra. Alemania sería derrotada.
Siempre historiador y hombre de Estado, Churchill había observado que la Declaración de Independencia de los Estados Unidos “no era un documento nacido solo en América. Era la Tercera Declaración que sigue a la Carta Magna y a la Declaración de Derechos” proclamadas en Gran Bretaña. La Carta Magna de 1215 estableció que ningún político está por encima de la Ley y garantizó el debido proceso y el juicio a través de un jurado de personas comunes. La Declaración de Derechos, nacida de la Revolución Gloriosa de 1689, consolidó el concepto de gobierno constitucional, es decir, con el consentimiento de los gobernados. Ambos documentos constituyen los fundamentos de los derechos individuales en la tradición occidental. Ambos inspiraron a las leyes fundamentales de las colonias norteamericanas.
Tanto es así que, durante la guerra por la independencia de los Estados Unidos, al reclamar sus derechos en su calidad de ciudadanos ingleses, los revolucionarios norteamericanos recurrieron a estos documentos para establecer en su Declaración de Independencia: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la Vida, la Libertad y la Búsqueda de la Felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados”.
Por primera vez en la historia de la humanidad, una sociedad política nacía proclamando la igualdad esencial de los seres humanos y la sacralidad de sus derechos naturales. Una sociedad que inicia un experimento radical de libertad y democracia.
Como pocos hombres de Estado en la historia, Churchill comprendió el poderoso legado de libertad, igualdad y justicia que el Reino Unido y los Estados Unidos heredaron a los pueblos de habla inglesa y al mundo. Es en esta tradición compartida por ambas naciones, señala Churchill, que los pueblos que luchan contra la tiranía encuentran inspiración para liberarse de “la vergüenza del despotismo” y de “las miserias de la anarquía”.
Las miles de inmigrantes que cada año arriban a Gran Bretaña y a los Estados Unidos, escapando de la persecución política y religiosa y de la pobreza, dan un claro testimonio de esta simple verdad.
Sin duda, el excepcionalismo norteamericano basó su fortaleza moral en el excepcionalismo británico. Es la historia de la libertad que ambas naciones pueden celebrar cada 4 de julio.