Gabriela Mistral
La poetisa errante
Por Bernardino Piñera, Arzobispo Emérito de La Serena (Extracto del discurso de Bernardino Piñera en Monte Grande el 7 de abril de 1989)
Antes de evocar a la gran poetisa Gabriela Mistral en el centenario de su nacimiento, deseo pedirles un instante de silencio para recordar a una niñita humilde, que se llamó Lucila Godoy, quien estuvo muchas veces rezando en esta capilla, que aprendió aquí a conocer a Dios y a amarlo y que pensaba, sin duda, también en esta Iglesia, cuando dijo: “En Monte Grande fui feliz”, y agregaba con tristeza “y después nunca más”.
La mirada de los poetas es doblemente penetrante. Perfora el espacio y atraviesa el tiempo. Los poetas ven lo que nosotros no vemos y nos conocen mejor que lo que nosotros mismos nos conocemos. Ven las raíces, como nosotros vemos las ramas o las flores y se mueven en el futuro, como si fuera un pasado cercano.
En el valle del Elqui
Gabriela Mistral nació y creció entre nosotros. Es nuestra. Vio los paisajes que nosotros vemos y vio, en ese paisaje, lo que nosotros nunca vimos. Su vida azarosa la llevó de Antofagasta a Punta Arenas y de Italia a California, pero nunca abandonó los cerros de su infancia.
“Acuérdate, me crié
con más cerros y montañas
que con rosas y claveles.
Los cerros cuentan historias
y las cosas, poco o nada”.
Doce cerros “le ahuecaron cuna de piedra y de leño”. Su infancia aquí “mana de cada rama que quiebra y de su cara se acuerdan la salvia con el romero”. Tenía 3 años cuando el padre abandonó el hogar. Evocará más tarde esa partida:
“Los ojos de mi madre, la boca de mi madre,
se llenó de salmuera, la tarde sollozante,
que miraron irse por la senda a mi padre,
sin que volviera, para mirarme, su semblante.
Mirando hacia el camino, sus ojos se cansaron”.
Gabriela sufre y sufrirá durante toda su vida, por el sufrimiento de su madre más que por el de ella. Tal vez recordará con cariño unos versos que su padre le dedicara como canción de cuna. Ella tratará de justificar al que:
“se fue para siempre por surcos y montañas
y dejó a sus espaldas la paz y la hermosura”.
Recordará una conversación tenida con su padre:
“Él me dijo: yo a veces canto, para dormirme
un dolor tan agudo como una quemadura.
Volví una tarde, pero otra tarde he de irme.
Todos los vientos busco para tener frescura”.
Y, de hecho, el padre solía regresar a casa por unos días, siempre alegre, siempre cariñoso, pero inasible. En eso también Gabriela es muy nuestra. Ella conoció el destino de tantos niños nortinos para quienes la familia es una madre abnegada y un padre lejano y desconocido.
Su vida de maestra fue difícil. Admitida en la Escuela Normal de La Serena, fue dejada fuera, en circunstancias que le parecieron una atroz injusticia. Adolescente todavía, y por ayudar a su madre, enseña en la Compañía, luego en La Cantera. Algún tiempo después se le ve en Barrancas; luego en Traiguén, en Antofagasta, en Los Andes, en Punta Arenas, en Temuco y, finalmente, en Santiago.
De ahí parte a México, a los 33 años de edad, para trabajar en la reforma educacional de ese país. No todos sus recuerdos de ese período de profesora errante son gratos. Ella era muy sensible, susceptible incluso, y “no olvidaba nunca”. No tenía estudios regulares. Y los funcionarios defendían esos títulos ante esta advenediza que apoyaba en su carrera literaria sus pretensiones de maestra, pero encontró también comprensión y apoyo. Con todo, su alma era más abierta a la amargura que a la alegría.
Quién no la reconoce en la semblanza de la maestra rural que trazara en los comienzos de su carrera:
“La maestra era pura...
La maestra era pobre...
Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano
¡y era todo su espíritu un inmenso joyel!
La maestra era alegre...
...pobre mujer herida
su sonrisa fue un modo de llorar con bondad”.
¡Cuántas maestras chilenas se han reconocido también a sí mismas en este bosquejo y se han esforzado como ella por “conservar puros los ojos y las manos” y “guardar claros sus óleos para dar clara luz”!
Tuvo en su vida agudos dolores que, a la vez que la destrozaron, desataron el torrente de su apasionada poesía: la muerte de Romelio Ureta, el suicida; la muerte de su madre; el suicidio, nuevamente, del sobrino, a quien ella había adoptado y que quería como un hijo. Pero, de su dolor, ella hizo poesía, “verso con sangre”, dirá ella.
La poetisa errante
Anduvo casi toda su vida errante por el mundo. Se le ve en México; en Madrid; en Brasil, Uruguay y Argentina; en Ginebra; en Roma; en Estados Unidos; en Puerto Rico, La Habana y Panamá; en Génova; en Madrid nuevamente; en Lisboa y en Oporto; en Guatemala; nuevamente en Chile; en Niteroi y en Petrópolis, en Brasil; en Estocolmo, para recibir el Premio Nobel; en Los Angeles; en Santa Bárbara; en Veracruz, de México; en Washington; en Nápoles; en Rapallo; en Nueva York; por última vez en Chile, en 1954, cuando ya tiene 65 años de edad, y finalmente, en Nueva York, donde muere tres años después.
Destino duro de instalaciones y mudanzas, de soledades, de momentos de paz alternados con horas de dolor. Pero la mirada que esa mujer echa sobre las personas, los paisajes y los acontecimientos, es de tal penetración, de tal inteligencia y logra expresarse en un estilo tan original, que muchos consideran su prosa, en la que cuenta lo que ve y lo que discurre, a la altura, si no superior a su poesía.
Y a través de toda esta vida, vagabunda y atormentada, una búsqueda incesante, con grandes descubrimientos y períodos de oscuridades, una búsqueda penosa, tensa, pero de una sinceridad y de una constancia admirables: la búsqueda de Dios.
Su Biblia
A los 10 años, su abuela serenense le abre el horizonte maravilloso de la Biblia. Comienza a recibir “aquel chorro caliente de poesía”. Oye “tirada de Salmos, que algunas veces eran de angustia aullada y otras de gran júbilo, en locas aleluyas que no parecían saltar del mismo labio lleno de salmuera”.
Muy joven todavía, escribe, evocando los “libros de sus estanterías”:
“Biblia, mi noble Biblia, panorama estupendo,
en donde se quedaron mis ojos largamente,
tienes sobre los salmos las lavas más ardientes
y en su río de fuego mi corazón enciendo.
Sustentaste a mis gentes con tu robusto vino,
y los erguiste recios en medio de los hombres,
y a mí me yergue de ímpetu sólo el decir tu nombre;
porque yo de ti vengo, he quebrado el destino”.
El Liceo N° 6 de Niñas de Santiago, del que Gabriela Mistral fue un tiempo directora, conserva como precioso tesoro la Biblia de uso personal que la poetisa le obsequió con ocasión de una visita. En las primeras páginas del libro, trajinado por ella durante años, escribió lo siguiente:
“Libro mío, libro en cualquier tiempo y en cualquier hora, bueno y amigo para mi corazón, fuerte, poderoso compañero. Tú me has enseñado la fuerte belleza y el sencillo candor, la verdad sencilla y terrible en breves cantos. Mis mejores compañeros no han sido gentes de mi tiempo, han sido los que tú me diste: David, Ruth, Job, Raquel y María. Con los míos estos son toda mi gente, los que rondan en mi corazón y en mis oraciones, los que me ayudan a amar y a bien padecer. Aventando los tiempos vinisteis a mí y yo, anegando las épocas, soy con vosotros, voy entre vosotros, soy vuestra como uno de los que labraron, padecieron y vivieron vuestro tiempo y vuestra luz.
¡Cuántas veces me habéis confortado! Tantas como estuve con la cara en la tierra. ¿Cuándo acudí a ti en vano, libro de los hombres, único libro de los hombres? Por David, amé el canto, mecedor de la amargura humana. En el Eclesiastés hallé mi viejo gemido de la vanidad de la vida, y tan mío ha llegado a ser vuestro acento que ya ni sé cuando oigo mi queja y cuando repito solamente la de vuestros varones de dolor y arrepentimiento. Nunca me fatigaste, como los poemas de los hombres. Siempre eres fresco, recién conocido, como la yerba de julio, y tu sinceridad es la única en que no hallo cualquier día pliego, mancha disimulada de mentiras. Tu desnudez asusta a los hipócritas y tu pureza es odiosa a los libertinos; yo te amo todo, desde el nardo de la parábola hasta el adjetivo cauto de los Números”.
Gabriela y Dios
Gabriela Mistral tenía una sensibilidad religiosa de gran delicadeza. Llevaba en su alma una insatisfacción que colindaba con la angustia y buscaba en Dios, desesperadamente, el consuelo y la paz. Fue aprendiendo teología a lo largo de su vida. Y el descubrimiento de los grandes místicos católicos, para ella, como para Bergson, fue una revelación. Un tiempo buscó la intensidad de la experiencia religiosa en el Oriente. Amado Nervo, Rabindranath Tagore, Romain Rolland, la llevaron a Annie Besant y a la teosofía. Estudió y practicó el budismo. El espiritismo le desagradó. Pero, poco a poco, su familiaridad con la Biblia, su amor apasionado a Cristo, la fuerza de la tradición de su tierra y de su pueblo, los cambios también que vio producirse en la Iglesia, la llevaron de vuelta a la fe de su infancia. Dedicó páginas muy hermosas a Lourdes, a San Vicente de Paul, al Cura de Ars, a Santa Teresita de Lisieux, pero, sobre todo, amó entrañablemente, y desde su juventud, a San Francisco de Asís:
“Y para refrescar, en musgos con rocío,
la boca, requemada en las llamas dantescas,
busqué las florecillas de Asís, las siempre frescas,
y en esas felpas dulces se quedó el pecho mío”.
Yo vi a Francisco, a aquel fino como las rosas,
pasar por su campiña más leve que un aliento,
besando el lirio abierto y el pecho purulento,
por besar al Señor que duerme entre las cosas”.
Ingresó a la Orden Tercera Franciscana y quiso ser enterrada vistiendo el hábito de su Orden.
Gabriela Mistral fue crítica de la Iglesia que ella conoció. Pero es probable que, durante su juventud, tuviera de la Iglesia un conocimiento muy precario. Veía a la Iglesia Católica muy ligada a los poderosos de su tiempo. En otros países la vio demasiado unida a la eficiencia, a la tecnología, al dinero. Franciscana, ella soñaba con una Iglesia de los pobres, apasionada por la justicia y comprometida en la tarea de aliviar los sufrimientos humanos, empezando por la miseria y la enfermedad.
Cuando fue descubriendo a lo largo de su vida otros rostros de la Iglesia, su alma católica despertó. Odió el sectarismo anticlerical, que pudo conocer en algunos países. Solidarizó plenamente con la Iglesia mexicana, perseguida y maltratada. Encontró en Bergson, el filósofo francés, una apertura hacia la fe y hacia la mística que la entusiasmó. Maritain fue su amigo; su forma de entender el catolicismo en su compromiso con la historia y con la sociedad humana, respondía a su anhelo más íntimo. Los movimientos políticos de inspiración cristiana la atrajeron. Dedicó unas páginas al Padre Alberto Hurtado, en quien vio un San Vicente de Paul chileno.
No fue clerical. Tampoco fue nunca anticlerical. Su vida religiosa la vivió un poco al margen del clero. Pero, de cuando en cuando, tuvo algún contacto con sacerdotes en que se advierte la actitud confiada del católico tradicional. Y, al morir, quiso ser atendida por los sacerdotes de su fe.
Pero su gran amor fue Cristo. Y esto, desde su comienzo. “Cristo, el de las carnes en gajos abiertas; Cristo, el de las venas vaciadas en ríos”.
Uno de sus primeros poemas lo expresa con especial belleza:
“Cruz que ninguno mira y que todos sentimos,
la invisible y la cierta como una ancha montaña;
dormidos sobre ti y sobre ti vivimos;
tus dos brazos nos mecen y tu sombra nos baña.
Creímos que corríamos libres por las praderas,
y nunca descendimos de tu apretado nudo.
Estuvimos prendidos, como el hijo a la madre,
a ti, del primer llanto a la última agonía”.
Aún aparte de su prosa y de su poesía propiamente religiosa, en todo lo que escribe Gabriela Mistral se advierte un soplo de espiritualidad y una preocupación ética. Por eso su influencia en el alma chilena ha sido muy profunda.
Empezando por los niños, por la escuela. Maestra de una enseñanza laica, educadora contratada por el gobierno mexicano, no podía darle a sus ansias pedagógicas una tonalidad abiertamente confesional. Quizás si tampoco hubiera podido hacerlo, por no haberse formado en ese ambiente. Y quizás por eso mismo, su mensaje, envuelto en un ropaje aceptable para el laicismo, su mensaje religioso despojado de una estricta confesionalidad, ha podido penetrar tan hondo en la conciencia chilena.
Por el bien que Gabriela Mistral ha hecho a los niños de Chile; por la presencia de Dios que ella ha mantenido viva en nuestras escuelas, la Iglesia le debe inmensa gratitud.
Por haber sido capaz de unir una religiosidad humilde y sincera, de una excepcional intensidad, a una extraordinaria fuerza y belleza de expresión, la consideramos como una de las grandes bienhechoras de nuestra patria y, por eso también, la Iglesia le debe gratitud.
Tal vez por haber sido católica, como tantos católicos chilenos, sin una base teológica que estuviera a la altura de su genio inmenso; tal vez por haber viajado tanto, por haber visto tanto, por haber oído tanto, y, finalmente, tal vez por haber sufrido tanto y por haber conocido la soledad y la angustia, su religión tuvo un sesgo amargo.
Pero la fe de esa mujer en Dios, la tensión de toda su alma hacia Dios, su fidelidad a la palabra de Dios, su amor apasionado a Cristo, y su cariño por todos los reflejos de Cristo que ella encontró o creyó encontrar en los hombres -en los que, como ella, buscaban a Dios a tientas y en los que, como los santos, lo encontraron- ella debe ser considerada como un gran testigo de la fe en nuestra patria y la Iglesia le debe este homenaje de gratitud.
En un tiempo de intenso dolor, Gabriela exhaló su queja al Señor:
“...perdida en la noche, levanto
el clamor aprendido de ti:
¡Padre nuestro que estás en los cielos,
por qué te has olvidado de mí!”
Pero Dios no olvidó a su hija Gabriela. El Señor la acogió en sus brazos y la llevó allí donde están los ángeles que ella tanto quiso; allí donde la esperaban los santos que fueron sus amigos; allí donde también la esperaban los tristes amores de su vida: su padre y su madre; los amores que ensangrentaron su vida y que le arrancaron gemidos de dolor; los niños cuyas rondas alegró con tanto poema de ternura; los niñitos pobres cuyos pies, “azulosos de frío”, tantas veces acarició; y, sin duda, los habitantes del Valle de Elqui, sus vecinos de Monte Grande o de Vicuña, sus colegas y sus alumnos de La Compañía o de La Cantera, los que la quisieron y los que la hicieron sufrir; las santas mujeres, conocidas a través de la lectura de la Biblia, que fueron, más que sus amigas, sus “gentes”, como lo dice ella: Sara, Raquel y Lía, la madre de los Macabeos; Ruth, la espigadora, y María, la madre de Cristo. Ella había escrito:
“Creo en mi corazón, ramo de aromas
que mi Señor como una fronda agita,
perfumando de amor toda la vida
y haciéndola bendita.
Creo en mi corazón, en que el gusano
no ha de morder, pues mellará a la muerte;
creo en mi corazón, el reclinado
en el pecho de Dios terrible y fuerte”.
El Dios “terrible y fuerte”, que es también el Dios que perdona y que ama, habrá recibido en su cielo a ese “corazón, ramo de aromas”, “en que el gusano no ha de morder”, para reclinarlo sobre su pecho y darle por fin la paz infinita y el amor sin sombra.
Gracias Gabriela por haber sido lo que fuiste. Tu patria te venera y te quiere. Tu Iglesia te admira y te agradece.
Sigue velando por el alma cristiana del pueblo chileno, de los niños chilenos; sigue prestándonos tu voz admirable, tu apasionado canto, para expresar lo mejor que tenemos: nuestra fe en Dios, nuestro amor a Jesucristo, nuestro deseo de vivir como hermanos.
