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Primera época

Economía y Sociedad № 3

Mayo-Junio 1978

Hacia un Nuevo Modelo Político para Chile

Por José Piñera

La tarea de construir un nuevo orden político constituye un proyecto integral. La institucionalidad debe fundarse en las nuevas realidades económicas, sociales, educacionales y culturales que posiblemente terminarán de materializarse en los próximos años. Ellas constituyen el punto de partida adecuado para el funcionamiento del nuevo sistema. Desconocer este hecho significa elaborar una superestructura jurídica desconectada del Chile real.

El diseño de la institucionalidad futura exige también de nuevas ideas para servir los viejos ideales de la democracia chilena. Se trata de buscar el mejor régimen político posible para este país, incorporando tanto las lecciones que entrega la experiencia nacional e internacional como los avances de las ciencias sociales. Este trabajo pretende aportar algunos conceptos en esta dirección, cuya concreción requiere, por cierto, del concurso de juristas expertos en fórmulas constitucionales.

El debate no puede centrarse sólo en el problema de los procedimientos más adecuados de generación del poder político. Tan importante como ellos es el problema más amplio de definir y condicionar al poder político mismo.

Este estudio comienza reconociendo la existencia de principios fundamentales que condicionan el sistema político que la sociedad chilena puede darse. La segunda sección se refiere a la separación de las decisiones individuales de las públicas. La tercera analiza el problema de los juicios técnicos y valóricos en las decisiones públicas, y la última describe fórmulas alternativas de adoptar en forma democrática las decisiones políticas a la luz de los avances de las ciencias sociales.


Principios fundamentales

Nuestra sociedad no nace hoy. Por el contrario, ella tiene marcada la impronta de principios intensamente vividos por los individuos que la componen. Los principios fundamentales representan la esencia de lo que es la nación chilena. No son —no deben ser— ellos lo que está en discusión al plantearse la tarea de de construir una nueva institucionalidad, sino sólo el sistema que los cautela de la mejor manera en esta etapa de nuestra historia.

Estos principios fundamentales son fruto de la voluntad popular permanente. Aquella voluntad que busca mil formas de expresarse cuando estos principios son amenazados y que es posible distinguir nítidamente en el transcurso de nuestra historia. Es precisamente este carácter de voluntad permanente el que hace desaconsejable abandonar estos principios al arbitrio de mayorías circunstanciales.

 

Principios fundamentales y democracia

La democracia es un modo de traducir las preferencias individuales en decisiones de la sociedad toda. Pero esta definición no es precisa: ¿deben considerarse las preferencias individuales en la fecha de cada elección o pueden diseñarse mecanismos que extraigan aquella voluntad permanente a que nos referíamos antes? ¿debe entenderse por voluntad popular aquella opción que obtiene primera mayoría, mayoría absoluta o la unanimidad de las preferencias individuales? ¿deben tomarse en cuenta las primeras preferencias de los individuos —como en las elecciones habituales— o incorporarse también a la decisión el mapa completo de las preferencias entre diferentes opciones? El concepto de democracia en sus expresiones es lo suficientemente amplio como para dar cabida a distintas respuestas. Las ciencias sociales han avanzado en discernir las ventajas y desventajas de diferentes métodos democráticos, pero sus conclusiones aún distan de ser definitivas.

El prestigioso Premio Nobel Kenneth G. Arrow (ver recuadro al final) ha demostrado que no existe una sola forma democrática o, en otras palabras, que no existe ningún método perfecto de reproducir las preferencias individuales a nivel social. Sus investigaciones son pertinentes al problema de los principios fundamentales porque demuestran que en la elección misma del procedimiento democrático que se va a seguir hay una decisión valórica, y por definición ésta no puede someterse a elección alguna.

Los principios fundamentales son de una naturaleza que, una vez definidos, no admiten mayor discusión. En el caso de Chile, ellos se inscriben en la tradición de la civilización cristiano-occidental, se nutren en nuestra historia e idiosincrasia, y se insertan dentro de consideraciones éticas que se derivan de la moral cristiana. El carácter absoluto de los dictámenes de la moral —como el derecho a la vida— hace un contrasentido el someterlos al voto popular (no puede votarse cuando comienza la vida, es decir, una ley de aborto). Los términos mínimos de un contrato social —libertad, igualdad ante la ley— tampoco pueden dirimirse a través de votaciones. De este hecho brota además la necesidad de marginar todas aquellas opciones políticas que atentan contra los principios fundamentales. No caben en el sistema las posiciones totalitarias.

Los principios fundamentales son la garantía de la estabilidad del orden institucional. Ellos reflejan la tradición nacional y la proyectan hacia el futuro. Lo habitual es que la Constitución recoja estos valores y los plasme en disposiciones concretas que tienen por finalidad asegurar su vigencia e impedir la acción de quienes pretenden socavarlos. Estas disposiciones —que representan el punto de apoyo de todo esquema político— deben requerir prácticamente unanimidad para ser alteradas. Una auténtica democracia fortalece los principios básicos que le dieron origen y los instituye de manera estable para no arriesgar su vocación de tal.

Por cierto, no procede intentar aquí la tarea de desentrañar de nuestra esencia como nación estos principios fundamentales. Es indispensable en esta materia el aporte que pueden hacer todas las instituciones que representan la continuidad de nuestra historia como nación, así como las entidades religiosas, morales e intelectuales de nuestro país.

 

Compromiso con la libertad

Por años —largos años que cubren la historia de este país durante las últimas décadas— el ámbito de las decisiones públicas estuvo sobredimensionado. El ritmo al cual se expandió el Estado, su creciente ingerencia en ámbitos que le son ajenos, el diversificado volumen de servicios que pasaron a depender de él, los cuantiosos recursos y el número de empleos que llegó a controlar, son todos ellos rasgos que describen el avance, que parecía incontenible, del socialismo. El ámbito de las decisiones que a los chilenos les era posible adoptar sin el concurso del Estado —o aún con una inspiración distinta de la suya, como es legítimo— se fue reduciendo en forma manifiesta, en la misma medida en que se ampliaba la órbita y la gravitación de los arbitrios de la autoridad pública.

Las manifestaciones del enorme poderío estatal cubrieron un espectro amplísimo. En el campo económico, el Estado llegó a controlar más del 70 por ciento de la inversión. Todavía a estas alturas, avanzado ya el proceso de privatización, controla directamente el 80 por ciento de los activos de las cien más grandes empresas del país.

En el ámbito social, el estatismo se tradujo en una permanente interferencia sobre la institucionalidad laboral, generalmente encubierta tras esquemas paternalistas. Al mismo tiempo, el Estado se convirtió en el gran dispensador de prebendas y favores. En el reparto, desde luego, terminaron a menudo aplicándose discriminaciones políticas.

Las experiencias registradas en el campo de la salud, la vivienda, la previsión, la educación y últimamente las comunicaciones sociales, han sido similares, y también se caracterizan por la concentración de los recursos y la administración de ellos en manos del Estado.

La construcción de una nueva institucionalidad sobre estas bases es impensable o, mejor dicho, no tiene mayor sentido. Ni la más cuidadosa arquitectura política sería capaz de prevenir los despropósitos y deformaciones que culminaron con el derrumbe de nuestro sistema político.

Por eso es que cuando se habla de nueva institucionalidad es preciso aludir también a realidades nuevas. Aludir a un país donde la esfera de las decisiones públicas se ha circunscrito al campo que le es propio. A un país donde los particulares tengan un campo más vasto para sus iniciativas y donde la propiedad esté ampliamente distribuida. Un país donde el desarrollo no sea una quimera y en donde los intereses individuales estén protegidos de las arbitrariedades del poder. En definitiva, hay que aludir a una sociedad más libre, más fuerte, menos dependiente de las decisiones de la autoridad.

Sólo en estos entendidos pueden concebirse instituciones políticas sólidas. Porque sólo en ellos es dable imaginar una sociedad que esté inmunizada contra los caprichos de las ideologías o el trabajo disolvente de los elementos totalitarios, que eventualmente accedan al Gobierno.

 

Estado subsidiario

Pero lo anterior, si bien condición necesaria para una sociedad libre, no es suficiente. El orden institucional debe garantizar la permanencia de un Estado subsidiario. En la nueva institucionalidad deben diseñarse mecanismos que afiancen los avances que ya se han realizado y los que aún restan en este campo. El estatismo extremado debe ser evitado por constituir un atentado contra la libertad y por ser la fuente del populismo y la ineficiencia. Del principio de subsidiariedad fluye la distinción entre las decisiones de carácter particular y las decisiones públicas.

La correcta interpretación de este principio, conduce a reducir el número e importancia de las decisiones públicas y devolver a los individuos la posibilidad de forjar su destino. Es preciso reconocer que esta proposición está muy alejada del liberalismo decimonónico. La concepción moderna del Estado, le entrega funciones más amplias que la mera protección de los derechos de los particulares y la seguridad nacional. Son objeto de decisión pública todas aquellas materias en la cual la actividad privada no conduce necesariamente al bien general. Por eso es legítima función del Estado, entre otras:

• Proveer los medios —no necesariamente administrarlos— para que la población entera satisfaga sus necesidades básicas de nutrición, salud, vivienda, previsión y educación.

• Producir aquellos bienes y servicios que por su naturaleza no pueden delegarse a manos de particulares. A esta familia pertenecen servicios como defensa y justicia, y bienes como infraestructura y los de marcada connotación estratégica.

• Arbitrar medidas que enmarquen la acción privada a fin de orientarla hacia el bien común y que en particular corrijan las distorsiones que ésta genera en algunos campos.

El sobredimensionamiento estatal no sólo contradice uno de los principios fundamentales de la sociedad chilena cual es la libertad. Es además fuente de dos vicios que mucho contribuyeron a destruir la institucionalidad tradicional chilena.

Cuando el Estado se arroga el poder de adoptar decisiones que le corresponden a los individuos, pasan a depender del sistema político aspectos primordiales de la vida de los ciudadanos. Entonces es natural que la lucha por el poder del Estado se haga encarnizada y que cunda la politización de la sociedad.

Por otra parte, cuando el Estado abarca campos que no le son propios, desatiende sus legítimas funciones y por eso es frecuente que el estatismo sea acompañado de un relativo abandono de las funciones sociales del Estado, con el consiguiente descontento popular. Tanto la libertad como la estabilidad del sistema exigen que la nueva institucionalidad demarque la esfera de la decisión pública —importante pero restringida— del vasto campo de la iniciativa individual.

 

Compromiso con la razón

Las consideraciones anteriores tratan de establecer el contorno natural de las decisiones públicas. Proponen para ellas un ámbito considerablemente más circunscrito que el que caracterizó a la institucionalidad chilena hasta 1973. Con esto ya se ha avanzado bastante. El problema de las decisiones públicas se ha simplificado de manera ostensible en la medida en que la órbita estatal se ha reducido en favor de la órbita correspondiente a las decisiones de los particulares. Pero desde luego el problema de las decisiones públicas no ha desaparecido.

 

Juicios valóricos y técnicos

El principio democrático atribuye a la soberanía popular la responsabilidad de adoptar las decisiones públicas. Sin embargo, cabe preguntarse si es o no conveniente que se sometan a discusión decisiones a las que el avance de la ciencia les ha dado una creciente complejidad.

En su versión más dogmática, la soberanía popular es infalible. Pero la verdad es que esta afirmación podría ser válida sólo cuando los miembros de la sociedad poseen un adecuado conocimiento y percepción de las implicancias de las decisiones que apoyan. Como en la vida real ello no acontece, el sistema político debe distinguir los juicios técnicos de los valóricos.

El argumento es similar al que justifica la intervención subsidiaria del Estado en el funcionamiento del mercado. Adam Smith creyó que el mercado, es decir la expresión de las preferencias económicas individuales, era infalible. Es conocida su imagen de que el interés individual es guiado como por una mano invisible hacia el bien común. También él supuso que los individuos tenían un ilimitado conocimiento. Como el mundo real no funciona así, el mercado requiere por esta razón, entre otras, ser corregido a veces por el Estado y una importante rama de la ciencia económica estudia qué instrumentos conviene usar para ello.

Nadie duda que las decisiones valóricas que no contradicen los principios fundamentales —el énfasis en la redistribución de ingresos, el grado de independencia externa, y tantas otras— deben ser privativas de la voluntad popular. Pero, al menos conceptualmente, parece claro que aquellas decisiones con contenido técnico pueden ser objeto de discusión política sólo cuando el pueblo está adecuadamente informado de sus consecuencias, y que las resoluciones más complejas —aquellas que para los legos son incomprensibles— requieren ser adoptadas de acuerdo con las instancias técnicas pertinentes.

Sobre este particular es conveniente formular algunas precisiones. La primera: el volumen de las decisiones técnicas no es insignificante en relación a las otras. El extraordinario avance de las ciencias sociales en la postguerra ha incrementado considerablemente el segmento de las decisiones de este orden.

La segunda: el aporte de los expertos así definido difiere radicalmente de una tecnocracia, esto es, un sistema de gobierno en donde los expertos, además de decidir los asuntos de su propia competencia y autoridad, definen también el marco de valores ideológicos, doctrinarios y políticos de una sociedad determinada. A la hora de decidir cuál de los dos sistemas es peor —si aquél en que los políticos adoptan decisiones técnicas, o aquél en que los técnicos adoptan las decisiones políticas— lo cierto es que uno resulta tan desastroso como el otro.

La tercera: es inaceptable extender esta argumentación a las decisiones individuales. También los individuos pueden adoptar decisiones técnicamente erradas, pero impedírselo es coartar la libertad y dar paso a colectivismos tan aberrantes como aquellos descritos magistralmente por Huxley y Orwell.

No puede sino reconocerse que es difícil llevar a la práctica esta distinción entre los juicios técnicos y valóricos que conllevan las decisiones públicas. Toda decisión se propone uno o más objetivos específicos, los cuales pueden ser técnicos o valóricos. Sin embargo, entre el propósito que se alienta al adoptarla y la medida que se arbitra debe existir una relación lógica de coherencia y proporcionalidad. Normalmente existen varias medidas alternativas que producen el mismo efecto o que, al contrario, repercuten de manera distinta en campos laterales. En estos casos la elección del instrumento adecuado, pero sólo de entre los que son técnicamente eficientes, es nuevamente valórica.

Por otra parte, es preciso reconocer que puede existir disensión entre los expertos, nacida frecuentemente de diferentes apreciaciones de la realidad. Sin embargo, el avance de las ciencias sociales ha ido estrechando el rango de la discusión entre expertos, y el margen que resta es inmensamente más reducido y preciso que aquél del debate público sobre temas técnicos.

El campo económico ofrece buenos ejemplos de que esta distinción –si bien difícil— es posible. Las inversiones del sector público persiguen siempre ambiciosos objetivos, pero sólo una rigurosa evaluación social —que considera por cierto aspectos valóricos— muestra si el camino propuesto es o no adecuado. Los aranceles aduaneros pretenden restringir ciertos consumos o proteger ciertas industrias, pero la misma intención política es servida a veces por instrumentos más eficientes, como determinados subsidios e impuestos. Las fijaciones de precios, remuneraciones y condiciones de trabajo dicen buscar una mejor distribución de ingresos, pero con frecuencia son regresivos y pueden ser sustituidos con éxito por subsidios directos. En fin, la política monetaria es utilizada para reactivar la economía, pero sólo dentro de ciertos márgenes ello es técnicamente posible y más allá de ellos el efecto es inflación y contracción a mediano plazo.

 

Aporte de los expertos

Es tarea de los juristas —y nada de fácil— plasmar en el ordenamiento institucional los canales apropiados para el aporte de los expertos. Partiendo desde el mínimo indispensable de la profesionalización de la administración pública, el rango es amplio. Para ciertas materias puede bastar la presentación de informes técnicos a los órganos de decisión y suscitar en torno a ellos un intenso debate público. Para otras, puede ser necesario instituir comisiones de expertos con facultades resolutivas. Y para un tercer grupo de temas puede ser conveniente establecer un organismo técnico permanente —como la Contraloría en el campo jurídico— que pueda oponerse a las iniciativas reñidas con los dictámenes de la ciencia. En el área monetaria, las proposiciones de un Banco Central autónomo apuntan en esa dirección.

Una precisión que es conveniente señalar es que el aporte de los expertos no debe confundirse con la incorporación al proceso legislativo de las agrupaciones gremiales. Los representantes de intereses sectoriales no garantizan excelencia técnica y por definición su visión restringida carece de la globalidad que debe exigirse al juicio experto. Aun cuando puede ser necesario que estas entidades participen de las decisiones públicas en calidad de “afectadas” por ellas, es necesario aclarar que sus posiciones no pueden ser consideradas per se como la voz de los expertos.

No pretendemos desconocer las dificultades que envuelve el materializar el aporte de los expertos en el contexto de una democracia. Tampoco ignoramos que ningún sistema es perfecto y que las decisiones públicas no serán nunca completamente racionales. Pero lo importante es avanzar desde el sistema anterior en la dirección que marca la racionalidad.

Primero, porque desconocer institucionalmente la voz de los expertos no conduce a que su influencia sea eliminada sino a la formación de estructuras de poder efectivo distintas de las formalmente establecidas por el marco jurídico. Después de cierto tiempo, los ciudadanos identifican las divergencias entre lo que un orden social es y lo que dice ser, conduciéndolos así a desestimar en sus acciones a las estructuras formales y de este modo a debilitar el sistema. Más vale canalizar por dentro de las estructuras políticas el aporte cada vez más importante de los expertos que ignorar esta realidad.

Segundo, el dramático desencuentro entre algunos problemas del país y los remedios que les fueron aplicados no debe repetirse. Ningún sistema político resiste el costo inherente a una cuota tan alta de fracasos cotidianos. Las decisiones públicas contraproducentes o absurdas constituyen una verdadera bomba de tiempo atada a los pilares básicos de cualquier orden institucional.

 

Compromiso con la democracia

La norma básica sobre la cual descansa todo sistema democrático podría formularse en los siguientes términos: para los fines de adoptar las decisiones públicas de índole valórica, las preferencias de cada ciudadano cuentan por igual.

Todos los sistemas conocidos que discriminan el ejercicio de los derechos políticos, negándoselos a un sector o entregando a algunos ciudadanos más derechos que al resto, se han cristalizado en experiencias de gobierno extremadamente inestables.

El argumento, a veces bien intencionado, de que no puede pesar igual la preferencia del catedrático que la del ciudadano corriente envuelve en verdad una falacia. Si se trata de una decisión técnica es lógico que no pueda ‘valer” igual, como ya se ha discutido. Pero, si se trata de resolver un asunto de valores conforme a los cuales se organizará la sociedad, no se adivina por ningún lado la eventual superioridad de la preferencia de uno respecto de la del otro. Podrá haber mucha distancia entre ambos, dada la diversidad de formación cultural, de capacidades, de responsabilidades frente al cuerpo social, pero de hecho ambos están igualmente calificados para escoger el tipo de sociedad en que deseen vivir, el grado de libertad que consideran suficiente y el margen de seguridad que esperan del régimen político.

La práctica política ha llevado al uso de determinados procedimientos eleccionarios para averiguar las preferencias de los ciudadanos. La costumbre no debe ocultar sus imperfecciones.

Mencionábamos que el Profesor Arrow (ver recuadro) demostró científicamente que no existe un mecanismo democrático perfecto y que, por lo tanto, pueden establecerse distintas maneras democráticas de transformar las preferencias individuales en una decisión a nivel social. Todavía más, diferentes sistemas de sumar las mismas voluntades individuales arrojan resultados distintos. La definición misma de un componente esencial de la democracia —el mecanismo que se usa para representar y sumar las preferencias individuales— es un juicio de valor.

Las ciencias sociales han estudiado este punto. Escapa a los propósitos de este estudio dar una visión cabal del amplio rango de problemas y de conclusiones que se han ido obteniendo con el rápido desarrollo de la teoría de las decisiones públicas en las dos últimas décadas (ver recuadro). Mencionaremos aquí sólo algunos de los temas que son de interés. Se trata de diagnósticos de algunos problemas que presentan las democracias en su forma tradicional y no de respuestas. Pero la correcta descripción del fenómeno indica a grandes rasgos el camino de su solución.

Cuando la intensidad de las preferencias sobre cada asunto sometido a votación no es la misma, la “ganancia” que obtiene la mayoría puede ser menor que la “pérdida” de la minoría. Para evitar esto, minorías que tienen fuertes preferencias por una opción pueden entrar a pactar votos entre ellas sobre ciertos asuntos. Se ha demostrado que si se permiten estas transacciones, el sistema de votaciones por mayoría simple conduce a: (a) un exceso de gasto público; (b) un exceso de gasto en leyes que favorecen intereses especiales (protecciones aduaneras, obras públicas en determinados sectores, franquicias tributarias, etc.) y falta de gastos en materias de interés general (sistema judicial, educación, salud, etc.)*. Los asuntos sobre los que se pactan votos entre minorías son generalmente privilegios para intereses particulares. Una “mayoría de minorías” puede aprobar políticas que no conducen al bien común e imponen costos injustificados sobre el resto de la población.

Por otra parte, un determinante de relieve no sólo del número sino que también de la naturaleza de los partidos políticos es el sistema de representación. Si se definen los distritos electorales de tal manera que salga elegido un candidato por distrito, el candidato que necesita obtener más del 50 por ciento de los votos adoptará posiciones moderadas que atraigan a un espectro amplio de votantes; las posiciones extremistas obtienen una representación mínima y posiblemente nula en este esquema. Por el contrario si varios representantes se escogen en cada distrito electoral, los candidatos pueden ser elegidos con pocos votos; la representación múltiple permite entonces la existencia de posiciones minoritarias.

Otro resultado interesante se obtiene combinando la conclusión de que en los sistemas de mayoría simple prevalece una tendencia hacia la redistribución de ingresos, con lo que se llama el teorema del votante medio. Se llega así a una ley que sostiene que la redistribución de ingresos en una democracia es desde los extremos del espectro de ingresos hacia el centro. Esto explicaría —si fuera aplicable a Chile, por cierto— la persistencia de la condición de extrema pobreza durante décadas marcadas por la pasión redistributiva.

Por otra parte, se abre un nuevo campo de análisis si se reconoce que las preferencias de los individuos son complejas. La norma “un hombre, una voluntad” es consubstancial a la democracia y constituye el supuesto lógico mínimo de igualdad entre los hombres, a partir del cual ese sistema político se levanta. La práctica ha identificado esa norma con la fórmula “un hombre, un voto simple”. La transposición, sin embargo, no es enteramente exacta.

Por de pronto, la estructura de las preferencias políticas del individuo es mucho más compleja que aquella que cabe en un voto simple. Las opciones siempre se organizan de acuerdo a una prelación y juega en ellas el factor “intensidad”: En la medida en que el sistema no reconoce este hecho se va gestando un paulatino distanciamiento entre el individuo y el modelo político escogido. Tal vez sólo respecto de cuestiones muy radicales y puntuales quepa una simplificación drástica de las alternativas políticas (monarquía v/s república; matrimonio indisoluble v/s divorcio). En cambio, es improbable que tales simplificaciones puedan extrapolarse a todo un programa político sometido al juicio electoral.

Para dar cabida al espectro completo de preferencias de los votantes, pueden concebirse fórmulas que hagan de cada sufragio una ordenación —desde mejor a peor— de las diferentes opciones. Una sofisticación adicional de este procedimiento es darle al elector la posibilidad de repartir un determinado puntaje entre las diferentes opciones y así dar a conocer la intensidad de su adhesión o rechazo a cada una de ellas.

Cada procedimiento eleccionario produce un resultado distinto. Al parecer, los mecanismos que posibilitan la manifestación de varias preferencias ordenadas y que captan el grado de intensidad de ellas tenderían a reducir las probabilidades de que los sectores más extremistas accedan al poder y a favorecer a las posiciones moderadas.

Todo lo anterior demuestra en forma enfática que la representación común del sistema democrático asociada a éste o aquél mecanismo electoral no es enteramente exacta. La democracia es mucho más que un mecanismo electoral. Supone un conjunto de valores y definiciones previas en cuyo contexto va a funcionar. Supone, a partir del reconocimiento de la igualdad de los hombres como responsables de la decisión social, la elección de mecanismos que representen con fidelidad las preferencias individuales y que den resultados coherentes con los fines que se persiguen.

Oportunidad y desafío

A partir de los principios fundamentales que sustenta la sociedad chilena, el orden institucional debe configurar un nuevo equilibrio entre el poder del Estado y el poder de los particulares, fraccionar las decisiones públicas de acuerdo a los juicios valóricos y los juicios técnicos que ellas encierran, y formular los procedimientos más fielmente democráticos para la generación del poder político.

En estos momentos el país está abocado a la trascendental tarea de levantar una institucionalidad para el futuro. El proyecto integral que ello significa comprende tanto fraguar nuevas realidades como incorporar nuevas ideas. El extraordinario avance de las ciencias sociales en las dos últimas décadas otorga al país la oportunidad de utilizar aportes científicos en esta tarea, pero también plantea el desafío de conciliar lo mejor de nuestro pasado con las exigencias del futuro.

Se trata, en último término, de construir un modelo político estable para una sociedad que busca la libertad, la justicia y el progreso.

 

LA TEORIA DE LAS DECISIONES PUBLICAS

Inicialmente la teoría económica desarrolló su aparato instrumental para estudiar sólo las decisiones que se adoptan a través del mercado. Sin embargo, la importancia creciente del sector estatal después de la revolución keynesiana condujo al estudio del proceso mediante el cual se toman las decisiones al nivel de la sociedad.

Así nació la teoría de las decisiones públicas que ha sido definida precisamente como el estudio de las decisiones que no se adoptan en el mercado, y que constituye, en último término, un área de interacción entre la ciencia económica y la ciencia política. Sus supuestos de comportamiento la inscriben en la corriente de pensamiento político-filosófico de Thomas Hobbes y Benedict Spinoza y en los desarrollos de la ciencia política desde James Madison y Alexis de Tocqueville. Difiere de ellos en que utiliza el instrumental analítico de la economía moderna. Desde 1938, varios estudiosos han aportado al tema tanto en el plano analítico —Abram Bergson y su discusión de la “función de bienestar social” —como en la dimensión conceptual— Joseph Schumpeter y su estudio acerca de la interrelación entre la economía y la democracia.

Pero fue Kenneth J. Arrow, profesor de la Universidad de Harvard, quién provocó con su libro Social Choice and Individual Values (1951) una verdadera explosión de interés por el tema en el mundo académico. A partir de la obra de J.C. de Borda (“Memoire sur les Elections au Scrutin”, Historie de l’Academie Royale des Sciences, 1781) y de la famosa Paradoja de la Votación planteada originalmente por M. de Condorcet (Essai sur l’application de l’analyse a la Probabilité des Decisions Rendues a la Pluralité des voix, 1785), Arrow condujo el análisis al máximo nivel de abstracción obteniendo conclusiones de gran interés. Estos aportes contribuyeron decididamente, hace sólo unos años, a la obtención para su autor del Premio Nobel en Ciencias Económicas.

El Profesor Arrow demostró el importante Teorema de la Imposibilidad. Dados 5 axiomas que representan algunos de los principios valóricos básicos de las sociedades occidentales y que incluyen supuestos de racionalidad individual y colectiva, Arrow demostró lógicamente que es imposible lograr —con estas condiciones— una solución coherente al problema de la formulación democrática de las decisiones públicas. La moraleja no es, a nuestro juicio, que, por no existir mecanismos democráticos perfectos estos procesos deban ser descartados, sino que ellos no pueden establecerse sobre cualquier conjunto de postulados y que existen distintas maneras de transformar las preferencias individuales en una decisión a nivel social.

Durante los últimos 25 años, destacados teóricos sociales del mundo occidental han desarrollado estudios con esta orientación acerca de los procesos a través de los cuales los ciudadanos de una democracia participan en la elaboración de las decisiones públicas.

Se ha discutido a fondo el por qué de las decisiones públicas; los distintos métodos de adoptarlas y sus consecuencias tanto en un esquema de democracia directa (regla del consenso, mayoría óptima, mayoría simple, intercambio de votos, votación con puntaje, etc.) como de democracia representativa (el votante típico, multipartidismo, el comportamiento de los votantes, etc.); la teoría de los partidos y las coaliciones políticas; las concepciones normativas acerca de las decisiones sociales, etc.

Es conveniente —diríamos casi indispensable— en momentos en que el país se aboca a la construcción de un nuevo orden institucional de largo plazo, considerar esta vertiente de pensamiento analítico y moderno en torno a un tema de tan trascendental importancia.

* Ver G. Tullock, “Problems of Majorjty Voting”, Journal of Political Economy, Diciembre de 1959 .

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