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Relatos Históricos

Economía y Sociedad № 95
Abril - Junio 2018

Don Pedro y doña Inés

Por José Luis Rosasco, escritor

(Extracto, revista Señal, marzo 1987)

No hay otro país sobre la tierra que haya sido como Chile, fundado en amor. Porque la pareja que gestó nuestra conquista y también parte de nuestro descubrimiento, se conquistó a sí misma de una manera tan conmovedora como singular.  Por cierto que estoy hablando de ella, Inés Suárez, y de él, Pedro de Valdivia. Pero, dirán ustedes, ¿qué más puede agregarse sobre ellos que ya no esté abundantemente dicho por la historia?  Hay algo, sí, y mucho, que la historia no acusa porque no es su oficio hacerlo.

Era doña Inés una garbosa señora que venía a Las Indias en busca de su marido.  Sabemos que al partir de Cádiz quisieron retenerla por la locura que entrañaba su decisión de abordar una nave y endilgárselas hacia donde sólo venían los hombres más temerarios.  Inés tenía veinticinco años y no hay dudas de su hermosura y menos aún de su poder de seducción, como lo prueban sobradamente los muchos varones que la requirieron con variables modos, desde el untuoso y caballeril hasta el desatado y empellonero.  Pero ella sólo se fijó en don Pedro.  Ambos podían haberse quedado en Perú; como ella era viuda de un conquistador, la corona le otorgó buena hacienda y un puñado de indios para su servicio.  Y en cuanto a él, los Pizarro también lo tenían premiado con tierras, minas y hombres, en recompensa por su decidida acción contra los almagristas.  Qué mejor, piensa uno sensatamente, que quedarse ahí a disfrutar de la gloria y la riqueza.

Pero no.  La sensatez no es virtud de enamorados.  Pedro e Inés tenían que seguir juntos.  Entonces, la novela se inicia de veras, cuando ambos resuelven hacer del territorio de finis terrae, de ese Chile mítico, feraz y feroz, duro y largo, el escenario de un paraíso perdido que sólo un amor descomunal podía ensoñar como nido suyo. Nido que en el fondo estaba únicamente en los abrazos del reiterado encuentro delos amantes, de los encuentros muelles y agitados de Pedro e Inés.  Lo demás, todo lo demás eran guerras, privaciones, calor, frío, cabalgatas y, por último, el principal escollo:  la gazmoña intrusidad de la Gasca, voz de la corona inquisidora, que abrocha el escándalo con la siguiente abominable sentencia: “mando a Pedro de  Valdivia, gobernador y capitán general por S.M. de las provincias de Chile, que no converse inhonestamente con Inés Suárez, ni viva con ella en una casa, ni entre ni esté con ella en lugar sospechoso, sino que de tal manera se haga que cese toda siniestra sospecha de que entre ellos haya carnal participación, y que dentro de seis meses la case o la envíe a estas provincias del Perú, para que en ellas viva o se vaya a España, o a otras partes, donde ella más quisiere”.

Aquél es el texto.  ¿Qué ocurrió después?  ¿Por qué si era tan grande ese amor no se rebeló Pedro de Valdivia y rompió las ataduras de la convención y desapareció con ella en el anonimato del vasto mundo nuevo, nutrido por la briosa porfía de su pasión?  ¿Cuál es la respuesta? En primer lugar, esto: los grandes amores, los mayores que haber pueda, suministran estados incomprensibles, incomprensibles transfiguraciones. Así del gran amor a Dios nace el santo, del gran amor a la patria nace el héroe, y del gran amor a la pareja, a la mujer, puede a veces engendrarse el más asombroso e inesperado envión delirante.  Y ese delirio lo vivió Pedro de Valdivia.  Acorralado por el deber, también por la fe y sus normas que en todo conquistador español vinieron en la misma mano que ceñía la empuñadura de la espada, el hombre enloquece. Tal cual. ¿Acaso no ven ustedes en la torrentosa actividad fundacional de Pedro de Valdivia, una salida a su extraviado modo coherente con el desasosiego de su íntima y pública e histórica situación?

No hay dudas de que así fue, que la interpretación que aquí he dado es consistente con la realidad.  De pronto nos encontramos con un hombre que no cesará de buscar los mayores riesgos para levantar los umbrales, trazar y decir los nombres de tantas ciudades de esta patria tan interminable, an interminable como lo requería la fuerza con que él huía de sí mismo. Y entonces así lo tenemos a este soldado excelso, a este hombre culto y refinado, que por amor de una analfabeta irá en busca de la muerte, mientras a su paso va dando vida a la mayor gesta de fundación de una patria, la más amorosa que jamás conociera la historia de pueblo alguno.

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