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Don Bernardino Piñera

Por Jaime Antúnez, doctor en Filosofía y exdirector de la revista Humanitas (Pro vita sua, 4.12.22)

Dejar de tener entre nosotros a la persona de Don Bernardino Piñera Carvallo (1915 – 2020) no sólo implicó la privación temporal de un gran amigo, sino también la ausencia de un enorme testigo de la historia del siglo XX, en la Iglesia católica y en Chile. Es el momento para preguntarse cuál fue el secreto de tan fecunda longevidad como la suya.

Porque, en efecto, no es cosa natural que alguien que haya atravesado los cien años de edad, con la audición y la vista ya muy disminuidas, fuese capaz de mostrar siempre, con una memoria robusta sujeta apenas a leves imprecisiones, un directo y excepcional interés por su interlocutor. Un “inter-esse” que, como saliendo de él y transportándose al interior del ser del otro o de lo otro, pregunta al instante por circunstancias personales o familiares de las que no cualquiera guarda recuerdo, o por temas de relieve que suponen atención a detalles.

Conocí a quien fue hasta ayer el último sobreviviente entre los padres del Concilio, cuando era Presidente de la Conferencia Episcopal. Tenía por lo tanto muchas batallas en el cuerpo, desde la crisis postconciliar en la Iglesia de los sesenta, al convulso Chile que iba de entonces a los años ochenta. Le manifesté mi admiración por los discursos con que, en nombre de la Iglesia chilena, recibió y despidió a Juan Pablo II en la cima del San Cristobal, a su llegada, y en el aeropuerto de Antofagasta, a su partida (“no sabía que este obispo, además de médico, era poeta”, le dijo el Papa abrazándolo al despedirse). 

Muy pronto trabamos una amistad fundada en temas de esencia cultural. Con la asertividad  provocadora de su conversación, me dijo una vez que encontraba que el suplemento Artes y Letras del diario El Mercurio, que entonces yo dirigía, le “hacía mucho bien a los sectores dirigentes del país, especialmente a la derecha”, agregó. Así podía ser que se miraran las cosas en esos polarizados años. Luego, transcurriendo el tiempo, sobreviniendo nuevos hechos y circunstancias -recuerdo un cálido almuerzo de sábado con él, Don Enrique Silva Cimma y Jorge Cauas, colegas todos del Instituto de Chile- convinimos que aquel espectro era más amplio que “la derecha”… en que el público al que más llegaban esas páginas era una clase media que en Chile tenía desde siempre en la prensa escrita un medio de ilustración, todavía más en provincia que en la capital.

Asombra ver cuánto empeño puso Don Bernardino –sobre todo dejando La Serena, ya obispo emérito- en estudiar y escribir. Entre los 75 y los 80 años descubrió y se fascinó con el tema del “reencantamiento del mundo”, cuestión que le impulsó a publicar, con título parecido, uno de varios libros, todos sin embargo tocados por la urgencia de encantar el bien, la verdad y la fe. De ellos destaco una pequeña y desapercibida joya producida cuando tenía ya 87 años (“33 años del episcopado chileno, 1958-1990”), hecha con 68 semblanzas de los obispos que conoció: penetración humana e histórica, en el exacto contexto de cada cual, de sobria elegancia, simpatía y exquisita caridad. Retablo muy valioso de la Iglesia chilena en el siglo XX, que hace bien hoy leer, y que mucho revela el alma de su autor.

Del todo de su vida creo, empero, que nada podrá decirnos tanto sobre su fecunda longevidad cuánto su voluntad final: la de recogerse al convento de San Francisco en el centro de Santiago (donde vivió de los 75 a los 88 años como un fraile más), el querer ser sepultado en esa iglesia y el declarar su total identificación con el espíritu de ese santo.    

               

La pobreza de San Francisco -que ha llevado a considerársele la máxima expresión de la “secuela Christi”- no consistió esencialmente en la renuncia material a toda propiedad, sino en la radicalidad con la cual, en total desprendimiento, vio desde el Hermano sol hasta la Hermana muerte, todo en la existencia, como un don. Queriendo identificarse con estos sentimientos, los de Cristo pobre con su Padre, el secreto de su perenne juventud lo encontró Don Bernardino en la luz de Asís, donde la eternidad se manifiesta en la creación.

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