Thatcher sobre el milagro chileno
Por Margaret Thatcher, ex primera ministra de Gran Bretaña
(Extracto discurso en la Sociedad de Fomento Fabril, Santiago de Chile, 21 de Marzo de 1994)
Hace mucho tiempo que deseaba visitar Chile y me sentí muy complacida de recibir su cordial invitación. Agradeciendo la cálida bienvenida que me han brindado, no puedo sino citar a un estudioso de la historia contemporánea de América Latina y hacer mías sus palabras acerca del pueblo chileno: "Chile ha desarrollado una cultura sobresaliente, una literatura y un arte viriles, una música singularmente hermosa y una clase media vasta y vigorosa, a la par que su capital, Santiago, es considerada por muchos extranjeros como la ciudad más atractiva para vivir y más estimulante, en términos intelectuales, de toda América del Sur”.
En años recientes, esos logros se han visto incrementados. Desde que el socialismo fuera derribado en 1973, Chile se ha convertido en un ejemplo señero de reformas económicas y logros materiales. Y con el regreso a la democracia, están dando ustedes un ejemplo de madurez política y reconciliación nacional.
Al leer acerca de la historia chilena, he quedado asombrada por ciertos paralelos evidentes entre nuestros respectivos pueblos, los cuales, desde ciertas perspectivas superficiales, parecen tan distintos. En comparación con la de sus vecinos, la población chilena es más bien pequeña, de tan sólo trece millones de habitantes. Esa fue históricamente también la situación británica. Y ambos exhiben las virtudes que los países pequeños tienden a desarrollar en tales circunstancias: un corazón grande y una mente amplia.
Chile, así como Gran Bretaña, tiene a la vez un gran sentido de la identidad nacional, derivado de la fusión de distintas vertientes culturales en un todo armonioso. Ambas naciones poseen una tradición de profesionalismo e incorruptibilidad administrativa: algo cuyas ventajas económicas y políticas comienzan a ser entendidas tan sólo ahora.
Y, por cierto, ambos países miran hacia el mar. Pues el futuro de Chile descansa no solamente en el desarrollo de relaciones con sus vecinos latinoamericanos y con los Estados Unidos, sino en el hecho de formar parte de la emergente y dinámica comunidad del Pacífico. Como esa notable dama, María Graham, escribiera en su diario de reflexiones el año 1822 acerca de Chile, por entonces una nación recién independizada y no poco turbulenta: "Es tan evidente que Chile es un país marítimo, aislado como se halla de las provincias orientales por los Andes y de las que están al norte por el desierto de Atacama, que si yo fuera su gobernante volcaría hacia el océano todo sentimiento y pasión".
El Pacífico es la puerta de Chile al mundo, aun cuando tienen ustedes a la vez, por fortuna, una vía hacia el Atlántico. Ciertamente ustedes son un país que tiene una visión global.
Libertad económica y libertad política
Chile acaba de retornar a la democracia plena y me siento muy complacida de estar aquí justo en momentos en que el nuevo mandatario y el nuevo gobierno asumen sus funciones. Y puesto que los creo con la sabiduría necesaria para proseguir en esa política de reconciliación que antes he alabado, no intento referirme ahora a los yerros y aciertos habidos en los años precedentes, a contar de 1973. Pero es importante señalar que, lejos de contradecir la tesis que tan apasionadamente defiendo, la experiencia chilena demuestra que la libertad económica y política están íntimamente ligadas.
A partir de mediados de los setenta, Chile no sólo aseguró las libertades económicas que el comunismo y la hiperinflación habían amenazado: procedió a ampliar tales libertades. Y lo hizo en clara y abierta contradicción con lo que los expertos de la época sostenían en forma categórica.
Recuerdo vívidamente -es algo que jamás deberíamos olvidar- la ortodoxia imperante en los años setenta. Fue el punto culminante del control sobre la demanda y de la intervención estatal. Ocurrió así en Europa y Norteamérica. Pero en América Latina, que ha sido tan a menudo terreno propicio para la experimentación de teorías a medio germinar de revolución social y conceptos equivocados de lo que ha de ser la gestión económica, ello ocurrió con mayor profundidad. De allí la gigantesca deuda del sector público, las barreras arancelarias prohibitivas y ese nivel de pobreza que es en sí una herencia del socialismo.
En Chile, las cosas fueron distintas. Ustedes no aumentaron el sector público, sino que lo redujeron. Ustedes ejercieron un control firme sobre el crecimiento de la masa monetaria, en lugar de recurrir a la prodigalidad en ese terreno. Ustedes redujeron los aranceles para abrir el país al comercio y su industria a la competencia. Ustedes dieron la bienvenida a la inversión extranjera cuando otros la consideraban una amenaza. Ustedes frenaron el endeudamiento y redujeron su propia deuda, no para asegurar nuevos préstamos de los organismos internacionales sino porque entendieron que las reglas básicas de la prudencia financiera que se aplican en cualquier hogar han de aplicarse en igual medida al Estado. Y han ido bastante más lejos que otros países al incorporar la competencia y la libre elección en el sistema previsional.
Evidentemente, hubo obstáculos que salvar en el camino. El proceso de privatización se vio enfrentado, en ocasiones, a variadas dificultades. En cierto momento, a mí parecer, ustedes se apartaron en algún grado de los principios de mercado al pretender fijar el valor de su divisa con un tipo de cambio irreal. También nosotros hemos comprobado, en años recientes, los nocivos efectos del tipo de cambio fijo. Con todo (e incluso antes que yo asumiera el problema en Gran Bretaña), ustedes marcaron la pauta a seguir. Y los que marchan a la vanguardia son los primeros en tropezar con los baches del camino. Así y todo, salieron ustedes rápidamente de ellos.
Y ahora es correcto hablar, sin necesidad de cruzar los dedos o de tocar madera, del milagro económico chileno. No es sólo que su economía esté creciendo en forma acelerada y consistente, aunque dicho crecimiento sea el fundamento más seguro de una vida mejor para vuestro pueblo. Ocurre a la vez que la economía chilena es hoy más equilibrada y más diversificada. Los días en que Chile era conocido como un país que dependía en forma casi exclusiva de la exportación de cobre y los metales asociados han quedado atrás hace mucho. Las exportaciones chilenas, incluyendo la gestión y administración de los fondos de pensiones y el turismo, aumentan día a día. Las frutas y verduras, el vino y el pescado satisfacen plenamente a sus clientes en todo el mundo.
"Muy bien; concedido", habrá de responder quizás el apologista del socialismo. Y luego añadirá: "Sin embargo, aunque esas políticas hayan funcionado bien, ellas fueron implementadas a expensas de la libertad política y la justicia social". No es mi deber -ni mi intención- justificar todo lo ocurrido en Chile en las décadas pasadas, pero sí me parece que se equivoca ese socialista, por tres buenas razones.
1. La libertad económica es una libertad auténtica. Del mismo modo que la coerción que se ejerce por razones económicas no deja de ser, por ello, menos auténtica como coerción. Pero no lo digo yo únicamente. Oigamos lo que señala el Papa Juan Pablo II al respecto en su encíclica Centesimus Annus, donde habla del colapso del comunismo, provocado por su ineficiencia económica, "lo cual no ha de considerarse como un problema puramente técnico, sino más bien como consecuencia de la violación de los derechos humanos a la iniciativa, a la propiedad y a la libertad en el sector de la economía".
La libertad es una cualidad moral. Y adviértase que los países no son ricos en proporción a sus recursos naturales; de ser así, Rusia sería el país más rico del mundo: lo tiene todo, petróleo, gas, diamantes, platino, oro, plata, metales industriales, madera y un suelo muy rico. Los países son ricos cuando sus gobiernos propician políticas que alientan la creatividad esencial del hombre, quien para tener éxito, ha de trabajar con otros para generar bienes y servicios que la gente elige comprar.
Ocurre así que Japón, Suiza, Hong Kong, Taiwán, Singapur y otras naciones no tienen recursos naturales pero están hoy entre los países más prósperos del orbe.
El mercado no es una invención de ciertos teóricos de la economía: es la institución de intercambio más antigua que conoce el hombre.
2. Sólo una economía de libre empresa floreciente puede generar en cada nivel estándares de vida más elevados y los empleos que la gente precisa.
Resulta, pues, muy extraño que, justo ahora que los socialistas han perdido la discusión en lo económico, se apoyen en una superioridad moral absolutamente espuria para compensar su fracaso en términos prácticos. Porque el socialismo no genera ni dignidad ni prosperidad.
3. Y lo más importante de todo, la libertad económica de Chile y otros países se ha convertido en el fundamento más sólido posible de la democracia.
Son lecciones que el mundo debería haber aprendido a estas alturas. La nuestra debiera ser una época en que la democracia y el capitalismo operen juntos en beneficio de todos. En rigor, ambos fenómenos no son sino las dos caras de una misma moneda, ya sea ésta la libra o el peso.
Tanto la democracia como el capitalismo requieren de un sistema jurídico justo e imparcial que se aplique a todos por igual, pobres y ricos, ciudadanos, políticos y gobernantes. Sin la garantía que ese sistema legal trae consigo, administrado de manera imparcial y aplicado con efectividad, la ciudadanía habrá de sentirse desamparada y la empresa desaprovechará sus recursos.
Tanto la democracia como el capitalismo son medios de conferir poder al pueblo. Incluso en la forma más activa de democracia política, sólo tras cierto número de años se pide a los individuos, a nivel nacional, que depositen su voto para calificar el desempeño de los políticos, o una o dos veces al año a nivel local. Pero en el mercado, los hombres y mujeres toman decisiones económicas a cada minuto y todos los días, a través de los bienes que adquieren.
Tanto la democracia como el capitalismo son baluartes de la libertad, puesto que constituyen una forma de control sobre el poder estatal. La democracia lo hace al exigir que los políticos rindan cuentas. El capitalismo lo hace al restar la industria y la gestión económica de las manos del Estado; al promover la propiedad privada y abrir las políticas estatales al escrutinio y al juicio de los mercados interno y externo.
En 1993, la Freedom House comprobó que había 75 países democráticos, en tanto en la década anterior había sólo 55; pero el 31% de la población mundial, la mayor parte de ella en China, vive aún bajo regímenes represivos, aunque hace una década la cifra alcanzaba al 44%.
Ahora bien, antes de que arrojemos la casa por la ventana de alegría ante estas cifras, permítanme añadir una reflexión adicional acerca de este nexo. Dondequiera que se detecte una regresión de las reformas económicas emprendidas en favor de la libre empresa, hemos de ponernos en guardia a la vez contra las amenazas a la libertad política. Y sabemos, por la experiencia de nuestras negociaciones con la antigua Unión Soviética, que no se puede confiar que un país vaya a respetar los derechos de otros miembros de la comunidad mundial si ese mismo país no respeta las libertades de su pueblo. Así pues, hemos de observar atentamente lo que ocurre en Rusia y otros países de la ex Unión Soviética, recordando que su confiabilidad como vecinos quedará signada por su compromiso con la libertad política y económica en sus propios dominios.
La importancia del imperio de la ley
Chile es un país con un alto sentido de la tradición. Una sociedad predominantemente cristiana, muy homogénea. Esto les concede una fuerza a la cual deben aferrarse en las buenas y en las malas épocas. En Gran Bretaña y los Estados Unidos existe hoy un vigoroso debate en torno a los valores requeridos para sostener la libertad política y económica. Somos conscientes de que, en muchos sentidos, hemos incentivado la conducta irresponsable. El Estado ha adquirido demasiado poder y ha dejado muy poco en manos de los individuos. Ha sustituido la autonomía por la dependencia. Ha empequeñecido al ser humano individual y empobrecido su sentido del deber.
El deseo de hacer lo que es beneficioso para el propio grupo familiar, la comunidad local y el país es la mayor fuerza, quizás, en pro del bien. Con demasiada frecuencia, sin embargo, al restringir la iniciativa y eliminar el riesgo, el Estado ha socavado aquellos incentivos fundamentales.
Los quiebres familiares, la delincuencia juvenil, la violencia callejera, la así llamada cultura de la droga, son todos síntomas de una patología que hoy afecta a la sociedad, ante la cual no podemos encogernos simplemente de hombros o ignorarla si aspiramos a disfrutar en la próxima centuria de una prosperidad a buen resguardo.
Por cierto, los políticos y el Estado pueden hacer relativamente poco para modificar la naturaleza humana, pero podemos esforzarnos por crear el marco en el cual llegue a aflorar lo mejor y se desincentive lo peor de cada ser humano. Lo cual, de todos modos, no implica un enfoque radicalmente nuevo sino una vuelta, más bien, a los viejos supuestos. Durante demasiado tiempo, ha sido la izquierda la que ha fijado el programa en lo que se refiere a políticas sociales. Sé que ello es así en América Latina al igual que en Europa Occidental, o incluso en mayor grado aquí.
Existe, en particular, un argumento muy de moda que prioriza la redistribución de la riqueza por sobre la creación de la misma. Esta noción cobra aparente fuerza a partir de la miseria real que se detecta en muchos países latinoamericanos. Evidentemente, ha de haber un nivel mínimo bajo el cual nadie debiera descender, y se ha de velar por los más débiles y vulnerables, en particular por los muy jóvenes o muy viejos. Pero la redistribución no es la respuesta. Ella implica altos impuestos y en ocasiones la confiscación de la propiedad, y ambas opciones acaban castigando los esfuerzos y el talento requeridos para forjar más empresas y proporcionar con ello más empleos y crear mayor riqueza.
Recordemos que fue el marxismo, el credo de un sector intelectual y no del pueblo, el que sustrajo toda propiedad y libertad dando origen finalmente a un mundo de temor, miseria y servidumbre.
La experiencia chilena corrobora la de Gran Bretaña: a saber, que sólo cuando el Estado hace menos y los individuos y las empresas hacen más se generan riqueza y empleos. Por cierto, existe algún grado de pobreza en las sociedades capitalistas, pero es muchísimo mayor -y existe cuanta menos libertad- en las sociedades socialistas.
Las sociedades capitalistas crean los recursos que facilitan las condiciones de vida civilizada que todos, pobres y ricos por igual, precisan, a saber: los recursos que, en particular, permiten suministrar ese nivel educativo que se necesita para competir en el universo tecnológico y disfrutar de una calidad de vida mejor. Nadie debe esperar que el Estado le resuelva su vida, pero cada niño ha de gozar de una educación buena que le brinde la oportunidad de desarrollar a plenitud sus propios talentos.
Otra área fundamental en la que el Estado ha de actuar con vigor es en mantener el Estado de Derecho. No pueden estar más equivocados quienes sostienen que el imperio de la ley (operando a través de una legislatura libremente elegida, de tribunales imparciales e independientes y de una fuerza política efectiva y no corrupta) es algo que interesa más al rico que al pobre. En todos nuestros países, son los sectores más pobres y más vulnerables de la sociedad los que tienen más probabilidades de ser presa fácil del crimen y la violencia, y es un sinsentido evidente sugerir que tales crímenes y esa violencia derivan del idealismo social y no de la maldad humana.
Cuando está todo dicho, son los valores por los que se rige una sociedad lo que importa verdaderamente. Igual que muchos de ustedes, provengo de un hogar cristiano. Pero, ya fueran cristianos practicantes o no, la mayoría de mi generación aprobaba los valores cristianos y los consideraba buenos. De este modo, todos estaban provistos de una brújula de valores mediante la cual podían encauzar sus vidas.
El espíritu de cinismo, al interior de la intelectualidad, ha librado una prolongada, sostenida y, por desgracia, exitosa guerra cultural en contra de ese legado. Nosotros debemos revivirlo. Al hacerlo, no debiéramos perder las esperanzas. Como bien nos lo recuerda el profesor James Q. Wilson, la gente “posee un sentido nato de la moral, que modela el comportamiento humano y los juicios que cada cual hace acerca del comportamiento de los demás”. No es preciso reinventar esa rueda; tan sólo hay que ponerla en movimiento.
Un nuevo comienzo
Cualquiera que llega a este país percibe cierta efervescencia en el ambiente. Con una economía vibrante y una democracia renovada, apuntaladas por un sentimiento de orgullo nacional y valores compartidos, Chile ha fijado el rumbo que podría seguir el resto de América Latina. Es bueno encontrar un pueblo tan confiado, que ha descubierto la senda correcta para seguir adelante.
Quizás cada país posee en su interior un misterio inescrutable. Y quizás por alguna razón inexplicable existe una corriente de simpatía natural entre nuestros dos pueblos. El párrafo inicial del diario de María Graham describe la primera visión del horizonte chileno que tuvo esa intrépida dama al final de su largo viaje por mar: “Hoy la novedad del lugar, y todas las otras circunstancias de nuestro arribo, han hecho que mis pensamientos se fijen en todo cuanto me rodea. No concibo nada más glorioso que la vista de los Andes al amanecer cuando nos aproximábamos a tierra; los Andes parecían emerger del propio océano. Sus cumbres de nieves eternas brillaban con toda su majestuosa luz mucho antes de que la tierra allí abajo quedara iluminada. Entonces, repentinamente, irrumpió el sol tras ellas y acabaron diluyéndose.”
Es con algo de esa misma fascinación que el extranjero que hoy visita Chile testimonia el alcance de sus logros. Han sabido elegir su senda con sabiduría. Espero se ciñan a ella, pues hacia donde ustedes marchen otros ciertamente les habrán de seguir.