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Aleluya, aleluya. 50 años de sacerdocio

Por Bernardino Piñera, Arzobispo Emérito de La Serena (Extracto de la “Homilía en mis Bodas de Oro sacerdotales” de Bernardino Piñera del 7 de abril de 1997)

Queridos hermanos: les agradezco que hayan venido a acompañarme a dar gracias a Dios por todo el bien que me ha hecho a mí desde que nací y que ha hecho a otros, a través de mí, durante

medio siglo de sacerdocio. Y a pedir perdón por todo el bien que pude hacer, que debí hacer y que no hice; por el bien que hice pero que hice mal; y por el mal que he hecho.

 

Agradezco a Dios por mi familia. Por mis padres y mis hermanos que estuvieron todos presentes en mi Primera Misa; mis padres y mi hermano me acompañan, ahora, desde el cielo. 

 

Agradezco la conversación y biblioteca de mi padre que me enseñó, con su ejemplo, a interesarme por todo, a no fanatízarme por nada, a ser justo, a ser sencillo y a ser modesto. ¡Ojalá hubiera aprendido mejor esas lecciones!  Y la que me dio mi madre: la alegría de vivir con fe, con sencillez y en paz.

 

Agradezco y añoro como los mejores años de mi vida los del Seminario de Santiago. Agradezco los 11 años en que trabajé en Santiago como presbítero; era la “primavera” de mi vida sacerdotal.

 

Agradezco al Señor por haberme confiado durante 17 años la Iglesia de Temuco. Fue el “verano” de mi vida, un verano ardiente, refrescado por las lluvias persistentes del sur y la sombra de los bosques milenarios.

 

Gracias, Señor, por los 33 años en que me permitiste formar parte de la Conferencia Episcopal de Chile.  Fueron tiempos de duro trabajo, de grandes tensiones, pero todo aquello vivido en un ambiente fraternal estimulante. Agradezco particularmente al Señor el haber podido participar activamente en esos grandes eventos de la conciencia cristiana chilena que fueron el Jubileo de 1974, la Conferencia de Puebla de 1979, el Congreso Eucarístico de 1980 y la visita del Papa a Chile en 1987.

 

Agradezco al Señor por haberme llamado por ocho años, a la Iglesia de La Serena.  Fue el “otoño” de mi vida. Fue como un retorno a las raíces, al viejo Chile Colonial y al pasado de mi propia familia, pero en un estimulante clima de superación y de progreso. Todavía me siento plenamente serenense.

 

Pero el Señor me reservaba otro motivo de gratitud infinita hacia El. Al llegar ahora al “invierno” de mi vida, me lo ha transformado en una nueva primavera al ser acogido por la Comunidad Franciscana como uno de ellos.

 

He podido realizar así anhelos profundos de mi vida que la urgencia de las diarias tareas nunca me permitió satisfacer: vivir la vida religiosa, la vida comunitaria, en el clima de sencillez fraternal propio de la tradición franciscana; vivirla en este Convento y en esta Iglesia, varias veces centenarios; en el origen de la historia y en el centro de la geografía de Chile; dedicar parte de mi tiempo a leer, a estudiar y también a escribir y a hablar; y, sobre todo, pasar mis últimos días a la sombra del grande y humilde Santo que aprendí a admirar y a querer desde niño y que expresa todos mis anhelos, aún no realizados, la búsqueda de la santidad, aún no lograda, unida a la confianza en la infinita misericordia de Dios.

 

Yo les pido que me ayuden a convertirme y a pedir perdón para poder, antes de morir, dar al cielo esa gran alegría.

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